“La boca (...) tenía una
expresión cruel y los dientes, relucientes de
blancura, eran extraordinariamente puntiagudos, avanzando de manera muy
prominente sobre los labios (...) color rojo escarlata”
La historia que voy a contarles sucedió una cálida noche en el verano de
mil novecientos ochenta y siete. En aquellos años yo era joven y no
tenía un trabajo estable, así que dedicaba mi tiempo a elaborar ensayos que
casi nunca terminaba, o que, cuando lo hacía, nadie se interesaba en publicar.
Pero lo que realmente me gustaba hacer por aquel entonces era salir por las
noches con un par de amigos a tomar algunas copas y a discutir, ¡cómo me
gustaba discutir! Encontraba yo un placer especial en la discusión, un placer
que no sabría describir. Para muchas personas el valor del diálogo se encuentra
en las conclusiones comunes, en el consenso al que se puede llegar entre los
participantes; en cambio, para mí, la discusión, el debate, alcanzaba un gran
valor en sí mismo. De la misma manera que el maestro de ajedrez se deleita
mientras va arrinconando a su contrincante hasta conseguir darle el jaque mate,
me regocijaba yo argumentando discursivamente contra las tesis de mis
contertulios. Aquello, ya les digo, era algo que me fascinaba de tal forma, que
el tema sobre el que se discutiera generalmente carecía de importancia para mí;
es más, llegaba al culmen del disfrute cuando argüía con éxito en favor
de posiciones contrarias a mis propias convicciones.
Fue así que una noche me encontré envuelto en una discusión en torno a la
existencia del alma, y, figúrense ustedes, yo, que soy un materialista
convencido, me lancé a defender con todo el énfasis que pude, que no sólo el
ser humano está dotado de alma, sino que, ésta, una vez que ha abandonado el
cuerpo, puede regresar a nuestro mundo para el tormento de algunos y el goce de
otros. En la euforia de mi imaginativa argumentación, llegué a distinguir entre
espíritus bondadosos y espíritus malignos, y aseguré que dentro de estos
últimos, los más mezquinos de todos son aquellos que toman la forma de
vampiros, los cuales se aparecen a sus enemigos terrenales para atormentarlos y
condenar sus almas eternamente.
Posteriormente la conversación
siguió por otros derroteros y al cabo de un rato decidí que había llegado el momento
de retirarme. Como había tomado algunas copas, pensé que lo mejor sería ir
dando un paseo hasta mi casa, y así lo hice. En el trayecto que va desde el
café de Augusto hasta mi casa no me crucé con nadie, a excepción de un borracho
que dormía en un portal y un travestí al que aún le quedaban varias horas para
terminar su jornada.
Cuando llegué a mi apartamento lo
primero que hice fue abrir algunas ventanas para que corriera el aire, porque
aunque me encontraba ya totalmente despejado, hacía un calor insoportable. Una
vez me hube metido en la cama llevé a la memoria la discusión que había
mantenido en el café, y ensimismado en estos pensamientos me quedé dormido.
Me desperté de madrugada,
sobresaltado y empapado en sudor. Al principio atribuí este hecho al calor que
hacía aquella noche, pero luego fui tomando conciencia de lo que estaba
ocurriendo: estaban allí, en mi habitación, podía sentir su malévola presencia.
Traté de ignorarlos con la frívola idea de que si no los tomaba en cuenta
podría volver a conciliar el sueño. Fue inútil. Aunque en la oscuridad nocturna
todavía no podía verlos, oía el ruido infernal que producían sus alas mientras
revoloteaban en derredor mío, notaba con las yemas de mis dedos las marcas que
sus mordeduras habían dejado en todo mi cuerpo. Encendí la luz y pude
observarlos. Estaban posados en el techo, mirándome, hinchados a costa de mi
sangre, eran realmente espantosos. Me abalancé sobre ellos embravecido por la
furia, pero tenía la certeza de que aquella era una batalla perdida. Estaba
desesperado, sabía que si lograba resistir hasta el amanecer ellos se
marcharían y yo podría descansar, pero aún faltaban por lo menos cuatro horas
para que saliera el Sol. Entonces recordé que en uno de los armarios de la
cocina, junto a los productos de limpieza, guardaba un arma infalible con la
que ellos no contaban. Fui corriendo a por ella; cerré la ventana y la puerta
de mi habitación y la rocié con el insecticida que acababa de traer. Los
malditos vampiros no volverían a perturbar mi sueño aquella noche[1].
[1] Este relato fue publicado
por primera vez en la revista Anarda,
nº 31, Las Palmas de Gran Canaria, Canarias Siglo XXI, 2002.
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