El 15 de abril se conmemora el
día de la independencia de Kubanda. Yo nací ese mismo día en el año en que se
cumplió el décimo aniversario de la constitución de mi país como Estado
soberano, de ahí que mi madre decidiera llamarme igual que a la patria, algo de
lo que cuando era niña me sentía orgullosa porque mi padre había sido uno de
los hombres que hicieron posible la liberación de mi pueblo, o al menos eso es
lo que yo siempre creí. Ella a menudo decía que quien me había engendrado
formaba parte de ese grupo de grandes hombres a quienes les debíamos la
libertad de nuestra gente, y yo me acostaba todas las noches pensando en las
grandes cosas que mi padre había realizado antes de que sacrificara su vida por
liberar a la patria del yugo de los europeos. Fueron años bonitos los de mi
niñez, años de ilusiones y esperanzas, aunque también de disciplina y rigor,
porque yo, Kubanda, llevaba el mismo nombre de mi país, por el que tanta gente
había inmolado su vida, y si deshonraba a mi persona deshonraba a la patria, y
eso era el peor crimen que alguien podía cometer, aunque se tratara de una
niña.
Hoy, desde la relativa
objetividad que proporciona la distancia, creo que mi padre no fue lo que mi
madre siempre me contó, o al menos estoy segura de que no era ninguno de los
grandes héroes de la patria, porque de ser así, mi madre no habría ejercido
toda la vida de sirvienta en una de las mansiones coloniales que una vez
finalizada la guerra de la independencia correspondieron a los auténticos
próceres nacionales. Probablemente haya algo de cierto en lo que mi madre me
contaba, mi padre seguramente participó en la sublevación, quizás fuera un
pobre soldado anónimo o tal vez incluso llegara a ostentar algún rango militar...
Esto último seguramente fue lo que ocurrió, y así es como mi madre debió de
conseguir su empleo, porque no era fácil en aquellos años, recién instaurada la
república, entrar a servir en la casa de uno de los héroes de la patria.
Lo cierto es que gracias al
trabajo de mi madre yo pude viajar a Europa. Pero no me malinterpreten, no vine
a París en plan turista, ni mucho menos, ni llegué para estudiar en La Sorbona,
como hicieron a la sazón los libertadores de la patria y hoy hacen sus hijos;
tampoco clandestinamente como sucede en la actualidad con muchos compatriotas y
personas del África negra que se juegan la vida para llegar al paraíso en busca
de una vida decente, huyendo del hambre y de la guerra. No, ése no es mi caso,
aunque, según se mire, tampoco es menos dramático.
Cuando apenas tenía doce años,
el embajador de Kubanda en París falleció a causa de un infarto, no se sabe si
debido a los excesos o cuál fue la causa que desencadenó el trágico incidente,
porque en realidad era un hombre bastante joven, pero ésa es otra historia, que
ya les contaré en otro momento si es que llego a enterarme de qué fue lo que
sucedió en realidad. Lo importante para el asunto que nos concierne ahora mismo
es que, al morir el embajador, el Gobierno de Kubanda designó a uno de los
líderes del movimiento independentista para ocupar su lugar: se trataba de un
señor de edad bastante avanzada -yo diría que por aquel entonces sobrepasaba
los sesenta- que, por lo que pude saber al cabo de algunos años, comenzaba a
perturbar los intereses de la segunda generación de dirigentes del país, así
que se decidió darle el carpetazo enviándolo de embajador a París. Hay que
reconocer que se trataba de una solución inteligente, porque el viejo mantenía
todavía buenas relaciones y seguía ejerciendo su influencia en sectores muy
poderosos, amén de su gran carisma y del gran apoyo popular con que contaba. Es
por ello que se consideró que para quitárselo de en medio lo mejor era darle
una salida digna, y qué mejor que ofrecerle la plaza de embajador en la antigua
metrópoli. El amo para el que trabajaba mi madre era amigo del viejo prócer y
en agradecimiento por tantos años de servicio intervino para que éste me
llevara consigo a París.
A mí no me hacía ninguna gracia
separarme de mi madre para ir a vivir a ese país de blancos y, además, no podía
comprender cómo después de tantos años de lucha por la liberación, Kubanda
mantenía relaciones diplomáticas con los que se suponía habían sido los
causantes de todo nuestro sufrimiento. Pero mi madre opinaba de una manera bien
distinta y me animaba diciéndome que iba a conocer mundo, que París había sido
durante siglos la capital cultural del planeta, que viviendo en Europa tendría
la oportunidad de adquirir una buena educación, casi como la de los dirigentes
nacionales, y que, en definitiva, para ejercer de sirvienta en Kubanda era
mejor hacerlo en París, en donde la gente es mucho más civilizada y a los
criados se les da un trato más humano y digno. A mis doce años no entendía por
qué si los franceses eran tan humanitarios nos habíamos empeñado en echarlos de
Kubanda y me confundía enormemente que mi madre pensara que en Francia podría
adquirir una mejor educación que en mi propio país, cuando tantas veces la
había oído disertar sobre el valor de nuestra cultura tradicional. Pensarán
ustedes que esos planteamientos eran tal vez demasiado maduros para una niña de
mi edad y que los razonamientos de mi madre eran más propios de una
universitaria que de una sirvienta, pero en Kubanda las cosas no son como en Europa
y en aquellos años de glorificación de la patria los argumentos de mi madre
eran el credo nacional y mis elucubraciones eran las propias de una chiquilla
que no entiende las cosas de los mayores, pero en aquel contexto de grandes
euforias y contradicciones nacionales.
Lo primero que me llamó la
atención al llegar a París fue el frío y el mal olor del ambiente. No entendía
cómo aquellos franceses tan refinados podían respirar aquel aire tan fétido, y
pensé de veras que quizás fuera ése el motivo de que pareciera que siempre
estaban asqueados, con el rostro arrugado y la boca comprimida al hablar. Yo me
imaginaba que la casa del embajador iba a ser distinta de aquella en la que me
había criado en mi país natal, pero cual fue mi sorpresa al comprobar que el
edificio que estaba a punto de convertirse en mi residencia en París era
prácticamente una réplica del hogar de mi niñez, y, en general, de todas las
mansiones de los próceres nacionales de mi país. Claro, yo, pobre ingenua,
pensaba que aquellas construcciones eran algo de lo más auténtico de Kubanda,
porque había asociado los palacetes coloniales con los discursos patrióticos de
los libertadores: no se me podía ocurrir que en realidad aquellas
impresionantes viviendas habían llegado a África junto con los bárbaros
europeos y que eran las propias de las clases dirigentes de Francia.
Aquella impresionante mansión,
ya les digo, contaba ya antes de mi llegada con una legión de sirvientes, por
lo que consideré que en realidad el embajador había consentido que yo me uniera
al servicio como un mero favor personal hacia el amo de mi madre, ya que, era
evidente, a mí allí no me necesitaban para nada. Por ese motivo quedé encantada
y me sentí profundamente agradecida por la oportunidad que se me estaba
brindando, y desde el instante en que comprendí esto, empecé también a entender
las palabras de mi madre. Poco podía sospechar entonces que mis servicios en
aquella casa iban a ser considerados por el embajador de la máxima importancia.
Como todavía era una niña, y además
era la única de la casa, el viejo prócer en el exilio, bueno, casi en el
exilio, decidió que debía compartir mis tareas domésticas con los estudios. Por
ello, y dado que no era políticamente correcto que asistiera a los colegios
franceses, ni tampoco que acudiera a las escuelas donde iban los niños de
origen kubandés, pues allí sólo iban los hijos de los grandes hombres de la
patria, ni mucho menos que me integrara en uno de esos planes de inserción
social diseñados por el gobierno francés no se sabe bien si para integrar a los
inmigrantes o para terminar de segregarlos, se me asignó un profesor tutor que
me daba clases por las tardes. El profesor en cuestión no era de Kubanda, ya
que no había profesores de Kubanda en Francia, así que hubo que contratar a un
profesor nativo de París, un hombre blanco de unos treinta años que debía de
ser hijo de algún amigo del embajador o algo así, algún licenciado en una de
esas carreras humanísticas que ya en aquellos incipientes años ochenta
garantizaban a los que las cursaban un largo futuro en el paro, y que empezaba
a revelarse como uno de los principales problemas de Francia y de otras
potencias de Europa. Ojalá todos los problemas de Kubanda fueran como ése... Lo
cierto es que aquello motivó ciertos recelos en el resto de los sirvientes,
pues consideraban que era una privilegiada y la favorita del amo, y no les
faltaba razón porque la verdad es que el embajador sentía debilidad por mí,
algo de lo que yo, con la inocencia propia de mi edad, me aprovechaba, pues esto
me daba la oportunidad de dejar un poco de lado mis obligaciones en la casa y,
lo que era aún mejor, me permitía extorsionar a mis compañeros que no dudaban
de mi capacidad para poner al amo en su contra e incluso para convencerle de
que los retornara a Kubanda, lo que significaba el regreso a la miseria y al
subdesarrollo, a la poca comida y la carencia de agua potable, al calor
tropical continuo, ineludible, que parece recordar la inalterabilidad de la
existencia en Kubanda.
La vida no me fue mal en París
durante los primeros años de mi estancia en la casa del embajador, incluso
tenía la suerte de poder hablar con mi madre de vez en cuando por teléfono, a
quien llamaba una vez cada mes a la casa donde ella aún servía y yo había
pasado mi primera infancia. Por lo demás, seguía prosperando académicamente con
mi tutor personal hasta el punto de que una vez acabados los estudios primarios
comencé a estudiar el bachillerato. Como mi tutor no podía impartir todas las
asignaturas que se exigían en enseñanzas medias, el embajador contrató a nuevos
profesores para que se hicieran cargo de mi educación en aquellas materias en
las que Pierre, que así se llamaba mi querido tutor, no tenía los conocimientos
necesarios: matemáticas, física, química... y, en definitiva, todas aquellas
que tienen un carácter científico. El embajador parecía empeñado en que
alcanzara el más alto grado de formación posible y yo comenzaba a entender la
importancia que aquello podría tener para mí, y, aunque nunca dije nada, se lo
agradecía profundamente todas las noches mentalmente al tiempo que me
preguntaba por qué había tenido ese trato diferencial conmigo, por qué me había
concedido el privilegio de estudiar.
El día en que cumplí quince
años se hizo una gran fiesta en la casa del embajador, por su puesto no para
celebrar mi cumpleaños sino para conmemorar el XXV aniversario de la
independencia de Kubanda. A la celebración asistió la flor y nata de París:
grandes empresarios, diplomáticos de todo el mundo, artistas, intelectuales,
expertos africanistas... Bien entrada la noche, la fiesta fue decayendo y los
criados nos pudimos retirar después de que los últimos invitados se marcharan,
al fin, tambaleándose por el exceso de alcohol y todo tipo de drogas. Antes de
acostarme me di una buena ducha y cuál fue mi sorpresa cuando, al salir del
baño del que disponía en mi propia habitación, tal era el grado de privilegio
del que gozaba, encontré al embajador sentado al borde de mi cama. “Ven,
Kubanda, acércate, quiero contarte algo”, me ordenó amablemente. Yo sentía por
el viejo mucho aprecio aunque también me infundía un gran respeto. Por eso me
aproximé despacio, temerosa, desconfiada, ya que nunca antes el embajador había
entrado en mi habitación, menos aún a esas horas de la noche.
Cuando me senté a su lado el
albornoz que llevaba puesto se me abrió un poco, lo cual me produjo cierto
pudor, pues aunque apenas se me podía entrever la parte baja de mis muslos,
justo por encima de las rodillas, se intuían líneas sinuosas de carnes prietas
y jóvenes que empezaban a sentir el fuego del deseo. Mi primera reacción fue
tratar de volver a cerrar el albornoz, mas, sin embargo, no lo hice, en parte
porque no quería que el embajador sospechara que yo pensaba mal de él, en parte
porque algo dentro de mí disfrutaba con aquella situación, ya que desde hacía
tiempo me había percatado de la admiración que mi cuerpo esbelto causaba en el
viejo, y no perdía ocasión de lucirme delante de él porque ello me
proporcionaba cierto placer morboso.
El embajador había bebido bastante
pero tenía la suficiente lucidez como para hablarme sin que se le trabaran las
palabras. “Ha sido una gran fiesta”, me dijo, “hoy celebramos el XXV
aniversario de la independencia de Kubanda. Sí... Kubanda. Muchos hombres
dieron su vida por liberar a Kubanda de los europeos y ahora, ya ves, aquí
hemos estado todos bebiendo, europeos y africanos, para conmemorar la
independencia de la patria. ¿No te parece gracioso? Con lo que nos costó echar
a los franceses, el sacrificio de tanta gente, para que ahora llegue el
Gobierno, la sangre nueva, y se la venda a los americanos; y a los que como yo
fundamos el país nos mandan al exilio. Con todos los honores, eso sí, como si
yo fuera estúpido. ¡Kubanda me pertenece!, ¡es mía!”. Y al decir esto se echó
sobre mí y comenzó a besarme y a lamerme por todo el cuerpo y de vez en cuando
susurraba: “Eres mía, Kubanda, mía”. Yo no podía sentir placer con aquel hombre
de carnes fláccidas, pero tampoco me resistí, en parte porque me sentía
acongojada pero también porque me sentía obligada a complacer a aquel viejo por
el que en ese momento más que asco sentía una gran pena. Él continuó lamiéndome
y apretándome; estaba como enajenado, fuera de sí; me colocó de espaldas, la
cabeza contra la almohada y la grupa levantada, y me tomó por detrás como un
poseso; parecía que al hacerme suya se adueñara a la vez de toda Kubanda, como
si al poseerme a mí poseyera también al país; mientras recibía sus empellones
él no dejaba de gritar: “¡Eres mía, Kubanda, mía!”. Al mismo tiempo, en la
lejana Kubanda un grupo de militares al servicio del embajador y con el apoyo
de los servicios secretos franceses se levantaron en armas y dieron un golpe de
Estado; mientras el viejo embajador cabalgaba sobre mí las calles kubandesas
eran tomadas por los insurrectos a golpes de fusil y de machete. Él continuaba
con sus violentos empellones a la vez que en la distancia los militares
disparaban y ejecutaban al compás de los movimientos impúdicos del viejo. Como
si de un extraño ritual se tratara, la violencia se adueñó de las calles de
Kubanda hasta que el nuevo tirano se derrumbó sobre mi espalda tras un
estruendoso orgasmo con el que puso fin a la primera de las muchas noches en
las que anduvo entre mis sábanas
.