jueves, 20 de mayo de 2021

Si lo progresista es prohibir

L

a primavera es el tiempo en el que la vida se renueva, en el que aparecen las flores que traerán los nuevos frutos. No es de extrañar, pues, que la primavera, que la sangre altera, sea también la estación revolucionaria por antonomasia, con permiso de los nostálgicos de la Unión Soviética, para quienes, sin duda, octubre es un mes mucho más revolucionario que mayo. En rigor, son muchas las revoluciones cuyo inicio no tuvo lugar en los meses primaverales. Sin embargo, en el imaginario colectivo, se diría que la primavera es la estación más revolucionaria, acaso porque la nueva era que toda revolución promete casa mejor con esta época del año, acaso porque fue durante este tiempo de flores cuando, allá por 1871, fraguó la Comuna de París, celebrada, añorada y llorada por todos los libertarios y socialistas autogestionarios que en la historia ha habido. O tal vez sea porque, en nuestra más bien corta memoria, siga pesando aquel Mayo del 68 que habría de traer consigo una transformación cultural nada desdeñable.

    Desde entonces, mayo ha sido el mes revolucionario por excelencia. Ciertamente no fue este un movimiento que desembocara en una revolución social, en una transformación de las estructuras económicas de la sociedad: el cambio se produjo en la cultura, en eso que Marx llamaba la superestructura, pero no fue ni mucho menos un cambio menor. Pese a que se ha tildado a los jóvenes de entonces de simples hedonistas, de pequeños burgueses que solo buscaban pasarlo bien, de consentidos cuya revolución no iba más allá del sexo, droga y rock & roll, lo cierto es que la generación de los 60 transformó la sociedad encorsetada, puritana y rígida de mediados del siglo XX en una sociedad a todas luces más libre, más abierta y tolerante. Y es que el hedonismo de los rebeldes de entonces era también una reivindicación de la libertad individual, del derecho de cada uno a vivir su propia vida como estime oportuno. Por lo demás, el ambiente contestatario no se limitó a la búsqueda del placer, sino que trajo consigo la eclosión de movimientos sociales como el pacifismo, el ecologismo, el feminismo o la lucha contra el racismo.

    Hace 10 años, también en mayo, surgió el movimiento 15-M a raíz de la indignación generada por la crisis de 2008. Los jóvenes, y no tan jóvenes, de hace una década tomaron las plazas reivindicando un futuro. Indignada ante las élites económicas y políticas, ante el hecho inaudito de ser la primera generación que viviría peor que sus padres, la juventud reclamaba justicia social, el fin de la corrupción e, incluso, cambios profundos en el sistema democrático que llevaran a una democracia más plena, más directa y participativa. Hoy asistimos con asombro a la toma de las plazas por jóvenes que, aparentemente, solo buscan diversión, aun a riesgo de su salud y la de sus personas cercanas. Y nos escandalizamos por ello, olvidando que también en Sol, paradigma de plaza tomada por el 15-M, hubo buenas dosis de hedonismo y diversión, como en Mayo del 68, como en cualquier movimiento a favor de una vida mejor. El “prohibido prohibir” sesentayochista lo hemos cambiado por el “prohibido salir” de los guardianes de la salud. Y es que, quién nos lo iba a decir, hoy, en mayo de 2021, lo progresista es prohibir.   

sábado, 15 de mayo de 2021

Los debates robados

T

ras la rotunda victoria de Isabel Díaz Ayuso en las elecciones de la Comunidad Autónoma de Madrid, me viene a la memoria uno de los más vergonzosos episodios protagonizados por su excelsa presidenta, Isabel Díaz Ayuso, quien el pasado mes de septiembre afirmara que “Madrid es España dentro de España”. Entonces, se recordará, se criticó la puesta en escena escogida por la lideresa, con un escenario plagado de banderas españolas,  para anunciar el acuerdo al que había llegado con Pedro Sánchez para coordinar las medidas con las que combatir la pandemia en Madrid. Identificar España con Madrid se consideró, con razón, un ejemplo más del peor centralismo, una apropiación inaceptable del conjunto de España, otra de las excentricidades verbales a las que Ayuso nos tiene acostumbrados. Sin embargo, siete meses después, se diría que tanto los partidos políticos como los medios de comunicación vinieron a darle la razón a Ayuso, a juzgar por el modo en el que se desarrolló la campaña electoral y el tratamiento mediático recibido.

Tanto exceso no podía terminar bien y lo que debía ser la gran fiesta de la democracia se convirtió en un cenagal más bien poco democrático. Sabido es que nuestra democracia, al igual que el resto de las democracias modernas, por muy plena que se considere, tiene bastantes déficits, sobre todo en lo referido a las desigualdades sociales y a la escasa participación de la ciudadanía en los procesos de toma de decisiones públicas, que es lo que, en rigor, constituye, o habría de constituir, el núcleo de un régimen democrático. Que la participación en la vida pública de los ciudadanos se limite a votar periódicamente no dice mucho de nuestro sistema, pero que ya ni siquiera se pueda asistir a la confrontación de ideas por parte de los distintos líderes políticos que participan en una contienda electoral resulta incluso antidemocrático. Si encima ello se debe a una escalada de violencia inadmisible entre quienes aspiran a ser los representantes de la ciudadanía, entonces, además de antidemocrático, deviene esperpéntico.

La escalada de violencia empezó a gestarse cuando la derecha, la ultramontana y la que se suponía más moderada, se negó a aceptar la legitimidad del Gobierno de Pedro Sánchez salido de la moción de censura a Mariano Rajoy, siguió con la acusación de ilegítimo, ¡otra vez!, al Gobierno de coalición del PSOE y Unidas Podemos, por socialcomunista, bolivariano, traidor de España y no sé qué más, y terminó por explotar, como hemos visto, en la campaña electoral madrileña. El “comunismo o libertad” de Ayuso, desde luego, no ayudó, pero la insistencia de Pablo Iglesias en su misión autoimpuesta de salvarnos del fascismo, tampoco. Y es que, seamos serios, ni el Gobierno de coalición es una amenaza para la libertad, no más que cualquier otro gobierno democrático, ni Vox es, en rigor, un partido fascista, por más que su candidata, Rocío Monasterio, con sus maneras monjiles, se negara a tomarse en serio las cartas y las balas. De estas elecciones nos queda la incontestable victoria de Ayuso que ya es el PP dentro del PP; pero también, ¡ay!, las malas mañas de los candidatos que incendiaron la campaña y hasta robaron a la ciudadanía los debates electorales.