viernes, 23 de octubre de 2015

El suicidio del viejo escritor

E
l viejo escritor se sentó a su mesa de trabajo y encendió el ordenador, dispuesto a poner en práctica el plan que había estado pergeñando desde hacía algún tiempo. A decir verdad, no estaba seguro de que su plan funcionara, pero era lo único que podía hacer, cansado ya como estaba de esperar a que la muerte viniera a buscarle. Y es que hacía tiempo ya que había perdido las ganas de vivir. Desde que el alzhéimer se llevara a su esposa ya no le quedaba ninguna razón para seguir en el mundo. Cuando ella murió, lo sintió muchísimo, se le quebró el alma, pero pensó que quizás entonces podría encontrar un nuevo sentido a su existencia, pues llevaba ya varios años en los que el cuidado de su esposa enferma había ocupado el centro de su vida. Incluso los familiares y amigos íntimos trataron de animarle diciéndole que la muerte de su mujer era lo mejor que podía haberles pasado a los dos, que ella estaba ya muy deteriorada y que ahora había llegado por fin el momento de descansar. Y él, hundido como estaba, les daba la razón, convencido de que era sólo cuestión de tiempo reponerse y afrontar de nuevo la vida, con nuevas ilusiones aún por aflorar. Pero el tiempo pasó y a la zozobra causada por la pérdida la fue sustituyendo una sensación de desánimo imposible de soportar. Sencillamente, los últimos años de su vida los había consagrado a cuidar a su esposa enferma y se había olvidado de vivir. Al menos eso es lo que pensó en un principio, pero más tarde reconoció su error: no es que no supiera vivir sin tener que cuidar a su esposa; es que no sabía vivir sin su esposa, enferma o sana. Cuando cobró conciencia de ello abandonó la búsqueda de nuevas emociones, nuevos proyectos que le dieran sentido a su vida y se dedicó rutinariamente a esperar su muerte. Pero la muerte no llegaba, así que comenzó seriamente a pensar en suicidarse. Por su cabeza habían pasado todas las formas de suicidio posibles, pero no se atrevió con ninguna. Deseaba morir, mas no tenía el coraje suficiente para quitarse la vida. Y es que, él lo sabía muy bien, para matarse había que tener un valor inmenso, por mucho que los biempensantes de turno se empeñaran en repetir que el suicidio es propio de cobardes, que sólo los valientes tenían los arrestos suficientes para afrontar la vida. ¡Menuda estupidez!, pensaba cada vez que desechaba quitarse la vida de un modo u otro, ya fuera por el pánico que le producía el morir con dolor, ya fuera simplemente por el terror que la muerte le inspiraba a pesar de que la deseara profundamente. Tan contradictorio como el ser humano mismo. Querer morir y no atreverse a dar el paso.
            Había transcurrido algo más de un año cuando tomó conciencia de que deseaba morirse, de que ya no podría ocurrir nada en el mundo que le hiciera tomarle el pulso a la vida. Y eso que había ido recuperando poco a poco las actividades habituales de cuando su esposa aún no había caído enferma. Se despertaba involuntariamente, cosas de la edad, sobre las seis de la mañana, pero permanecía en la cama un par de horas escuchando la radio. Sobre las ocho, desayunaba en el bar de enfrente de su casa leyendo el periódico y después salía a pasear por Las Canteras. Tras el paseo matutino, que duraba alrededor de una hora u hora y media, se daba una buena ducha y luego se sentaba a escribir. Después de almorzar, se echaba una cabezadita antes de ponerse a leer. Las tardes las pasaba leyendo y al anochecer, antes de cenar, algunos días salía a dar otro paseo, otras veces, cuando había fútbol, se quedaba en el bar. Por las noches solía escribir otro rato antes de meterse en la cama con sus viejos compañeros de siempre: la radio y sus libros.
            Era de noche y el viejo escritor se puso delante del ordenador como de costumbre. Estaba enfrascado en un relato propio del género negro en el que un tipo debía matar a otro por encargo. Pasada la media noche, el asesino se plantó delante de la puerta del domicilio de su víctima y forzó la cerradura tan suavemente que se diría que había abierto con una copia de la llave. Sin duda era un profesional, estaba tecleando el viejo escritor en el ordenador en el mismo momento en que oyó cómo alguien abría la puerta de su propio domicilio. Aunque se le cortó el aliento al constatar que su descerebrado plan estaba funcionando, no se inmutó y siguió escribiendo, frenético, consciente de que la realidad brotaba de su escritura. El piso estaba totalmente a oscuras salvo por una tenue luz que provenía de la habitación situada al fondo del pasillo. En el silencio de la noche, mientras se deslizaba por el corredor hacia la estancia del fondo sin hacer el menor ruido, podía oír el chasquido de las teclas del ordenador en el que el viejo escritor escribía sin parar. Cruzó el umbral de la puerta y lo vio allí, de espaldas, sentado en el escritorio situado debajo de la ventana, escribiendo.
            - Le esperaba- dijo el viejo escritor sin parar de escribir.
            - Tengo un encargo para usted, viejo.
            - Haga lo que tenga que hacer sin demorarse. No tenemos toda la noche- contestó sin volverse mientras seguía escribiendo compulsivamente.
            Entonces, sin mediar más palabras, el asesino cumplió su encargo y acabó con la vida de su víctima de un único disparo letal. El viejo escritor cayó muerto sobre el escritorio. Sólo entonces paró de escribir y en ese mismo instante el asesino se esfumó.
          A la semana siguiente la policía irrumpió en el domicilio del viejo escritor alertada por un vecino, quien, extrañado por no verlo salir a dar sus habituales paseos, tocó insistentemente a su puerta sin recibir respuesta y ante el hedor que salía de su casa se temió lo peor. No estaba equivocado. Los agentes lo encontraron con las manos y el rostro empotrados sobre el teclado del ordenador aún encendido con un tiro en la nuca. Desde luego era un caso de lo más extraño. La cerradura no parecía haber sido forzada y tampoco había nada que indicara que hubiese sufrido un robo. Pero lo más raro de todo era aquel dichoso cuento en el que se encontraba trabajando el viejo escritor cuando lo asesinaron y que aún permanecía en la pantalla del ordenador en el momento en que la policía lo encontró: “El viejo escritor se sentó a su mesa de trabajo y encendió el ordenador, dispuesto a poner en práctica el plan que había estado pergeñando desde hacía algún tiempo”, comenzaba el que parecía ser el relato de su propia muerte.

jueves, 15 de octubre de 2015

Celebración y crítica de la Hispanidad

E
l pasado lunes se celebró, como cada 12 de octubre, el Día de la Hispanidad. Desde la conmemoración del V centenario del descubrimiento, o encubrimiento, según se mire, de América, el debate en torno a si se debe celebrar la conquista y colonización del Nuevo Mundo se repite y este año, como ha quedado patente en las redes sociales, no ha sido una excepción: mientras algunos afirman sentirse orgullosos de la historia de España y evocan tan exaltados como nostálgicos aquel tiempo en que en España no se ponía el sol, otros, en cambio, recuerdan que ese tiempo de gloria patria fue en realidad un tiempo de sangre, espada y fuego, de matanzas y torturas, de imposición de la cruz y de genocidio y devastación cultural, con lo que, dicen, no hay nada que celebrar sino, antes al contrario, mucho que lamentar.
            En efecto, el 12 de octubre es el día elegido para celebrar la Hispanidad porque fue ese mismo día de 1492 cuando Cristóbal Colón llegó a América. Ello daría lugar al nacimiento del mayor imperio conocido hasta entonces, lo que para muchos ha sido motivo de orgullo nacional y sigue siéndolo hasta hoy. Mas en el siglo XXI, tras la experiencia de la barbarie del fascismo y de las guerras del siglo XX, después de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, cuando aspiramos a que se consolide una cultura de la paz y a que la defensa de la dignidad humana prime por encima de cualesquiera otros intereses, no parece plausible que se celebre el sometimiento y la humillación de miles de seres humanos a lo largo y ancho de América y, no lo olvidemos, de Canarias, cuya conquista supuso el laboratorio de pruebas de la barbarie americana.   
         Quienes aspiramos a que este siglo sea definitivamente el de la consolidación de la era de los derechos humanos, el de la realización efectiva, y no sólo el reconocimiento formal,  de las exigencias morales de libertad, igualdad y dignidad de los individuos, no podemos celebrar el nacimiento de ningún imperio, se trate del español o de cualquier otro. Y quienes lo celebran harían bien en recordar que cuando en España no se ponía el sol, no sólo los pueblos sometidos sufrieron, pues también la inmensa mayoría de los españoles de entonces padecieron en sus carnes la gloria del imperio: la falta de libertad, la Inquisición, la miseria, el hambre… Mas a pesar de todo lo dicho hasta ahora, a pesar de que la injusticia no puede ser nunca motivo de celebración, tengo para mí que el Día de la Hispanidad bien pudiera entenderse de otro modo, como ese día en el que millones de americanos, españoles, canarios y demás hispanohablantes podemos celebrar, legítimamente, el hecho de formar parte de una gran comunidad de personas que comparten la misma lengua y, en buena medida, la misma cultura, lo cual es algo de lo que, sin sentirnos mejores ni peores que ninguna otra comunidad cultural, podemos estar orgullosos.

domingo, 4 de octubre de 2015

Referéndum

L
os resultados de las elecciones suelen ser hasta cierto punto imprevisibles, de ahí que analistas y políticos acostumbren a decir que la única encuesta fiable sea la que sale de las urnas. Sin embargo, en lo que se refiere a las recientes elecciones catalanas, hemos de reconocer que las encuestas acertaron de pleno, pues tal como se había anunciado, las fuerzas políticas independentistas obtuvieron una mayoría de escaños en el Parlament, aunque no consiguieron recabar el apoyo de la mayoría de los votantes. Es por ello que desde los partidos políticos españolistas, llamémoslos así, se han apresurado a señalar que con menos de la mitad de los votos a favor de las fuerzas independentistas no procede proclamar la prometida Declaración Unilateral de Independencia. Algo en lo que, miren ustedes por dónde, han venido a coincidir con los independentistas de izquierdas de la CUP.
            La cosa tiene su gracia porque al señalar esto los españolistas reconocen, siquiera sea implícitamente, el carácter plebiscitario de las elecciones catalanas, lo cual habían venido negando sistemáticamente durante la campaña electoral, si bien es cierto que de una forma ciertamente contradictoria, toda vez que para captar votos lo mejor que se les ocurrió fue insistir en el apocalipsis que asolaría a Cataluña al día siguiente de proclamarse la independencia. Ahora, con los resultados a su favor, los independentistas, al menos los aglutinados en torno a Junts pel Sí,  afirman que seguirán con su programa ya que cuentan con la legitimidad que les otorga la mayoría parlamentaria, aunque para ello necesitarán el apoyo de la CUP que, de momento, no lo tienen. Es lo que tienen los resultados electorales: se puede ser objetivo a la hora de sumar votos o escaños, pero en lo que se refiere a la interpretación de los mismos cada uno tira de su propia hermenéutica.
              A mi juicio, se debe ser cauteloso a la hora de valorar la legitimidad de las mayorías parlamentarias, pues si la democracia es el autogobierno de los ciudadanos, no queda nada claro que los representantes, por más que dispongan de mayoría absoluta, tengan legitimidad para gobernar sin tener en cuenta la voluntad de los representados, máxime si la mayoría parlamentaria de marras se obtiene sin el apoyo real de la mayoría de los ciudadanos. Esto es lo que ocurre con la mayoría absoluta del PP en el Congreso y lo que sucede con la mayoría absoluta de las fuerzas independentistas en Cataluña. Así las cosas, parece claro que, como ha reconocido la CUP, la Declaración Unilateral de Independencia habrá de esperar. Mas tengo para mí que aun si los independentistas hubieran obtenido mayoría de votos no habría sido legítimo proclamar la independencia, pues ése es un asunto que deben decidir los catalanes directamente y no a través de sus representantes. Es por ello que hoy, cuando las fuerzas políticas a favor de la independencia de Cataluña cuentan con mayoría absoluta en el Parlament y tras haber obtenido casi el 48 por ciento de los votos, no se puede seguir consintiendo que el Gobierno de España continúe negando a la ciudadanía catalana el derecho a decidir. Y es que sólo mediante un referéndum directo y vinculante sobre la independencia podremos saber si Cataluña quiere o no seguir formando parte de España.