jueves, 24 de mayo de 2012

Si esto es una democracia


L
os derechos humanos son esas exigencias morales básicas que puede reivindicar cualquier individuo para que se le reconozca como persona, es decir, para que se le reconozca como un ser que -para decirlo con Kant-, dotado como está de razón, tiene autonomía y por ello mismo ha de ser tratado siempre como un fin en sí mismo y nunca sólo como un medio, lo que significa que tiene dignidad y no precio y que, por tanto, es merecedor del máximo respeto y consideración. El reconocimiento por parte del Estado de los derechos humanos dio lugar al Estado de derecho, que, como se sabe, es aquel Estado en el que rige lo que los filósofos del derecho han dado en llamar el imperio de la ley, es decir, en el que todos los individuos, grupos de individuos, entidades supraindividuales, incluso el propio Estado están sometidos, e igualmente sometidos, a la misma ley; y en el que, además, el Estado no sólo respeta los derechos individuales, sino que tiene como principal función garantizar dichos derechos.
            Puesto que los primeros derechos fundamentales reconocidos fueron los derechos civiles y políticos, los inspirados en el valor moral básico de la libertad, tal reconocimiento trajo consigo no sólo el Estado de derecho, sino también la democracia moderna, que es esa forma de organizar políticamente la sociedad en la que se reconoce el derecho de los individuos a participar en la toma de decisiones públicas que les afectan. Y como tras el reconocimiento de los derechos humanos de la primera generación llegó el reconocimiento de los derechos económicos, sociales y culturales, inspirados en el valor moral básico de la igualdad, pues se entiende que sólo si todos los ciudadanos tienen garantizadas unas mínimas condiciones materiales de vida podrán todos disfrutar de los derechos humanos de la primera generación, entonces la concepción del Estado democrático de derecho debió ampliarse, y éste pasó de ser meramente liberal a ser también social.
            La democracia, pues, deriva del reconocimiento de los derechos fundamentales, cuyo sentido no es otro que proteger la dignidad de las personas, y, por ende, es antes una elección ética que propiamente política, toda vez que su validez no viene dada ni por su eficacia ni por su eficiencia, sino por ser el único sistema que se levanta sobre el principio moral de reconocer a todas las personas como sujetos de iguales derechos. De ahí que la democracia deba ser sustantiva además de procedimental, pues no puede limitarse a establecer los procedimientos adecuados para la toma de decisiones colectivas, ya que en una democracia han de estar garantizados los derechos fundamentales de los individuos. Y si esto es así, entonces se comprende con facilidad que la regla de la mayoría no puede servir para legitimar decisiones que atenten contra la dignidad de ningún ser humano, pues la validez de dicha regla descansa precisamente en que constituye el mejor modo de proteger la dignidad de los individuos. Todo lo cual debiera llevar a preguntarnos, ante los ataques a la dignidad a que están siendo sometidos los ciudadanos por parte de los gobiernos de turno, si esto es una democracia.

domingo, 6 de mayo de 2012

El machetazo semanal


L
a concepción que Marx tenía del trabajo, según la cual éste constituye el único modo que tenemos las personas de realizarnos, se proyecta sobre la exaltación del mismo que tradicionalmente han llevado a cabo los partidos de izquierdas y los sindicatos de clase, la cual ha venido expresándose en consignas del tipo “El trabajo dignifica” y otras por el estilo. Y aunque tal concepción del trabajo haya sido asumida por algunos sociólogos, filósofos y gentes de similar reputación, tengo para mí que es bien distinta de la que tienen la mayor parte de los trabajadores, para quienes la tradición judeocristiana, “¡te ganarás el pan con el sudor de tu frente!”, tiene mucho más peso que las ideas de Marx a este respecto.
            En efecto, el trabajo no goza de muy buena prensa entre los currantes, por más que éstos se puedan sentir orgullosos del modo en que se ganan la vida. Esta visión peyorativa del trabajo se refleja en la aspiración que tiene la mayor parte de la gente, declarada o no, a vivir bien sin pegar golpe, a dedicarse a la buena vida, que no es exactamente lo mismo que la vida buena de la que en su día hablara Aristóteles. Y es esta concepción negativa del trabajo la que explica que el viernes sea el día más celebrado de la semana entre los trabajadores, para quienes el trabajo no es precisamente un regalo del cielo, sino, antes al contrario, una suerte de maldición divina. Mas a pesar de que el viernes sea desde hace ya tiempo el día de los currantes por antonomasia, al menos entre los que libran los sábados y los domingos, pues no en vano constituye la antesala del fin de semana, el gobierno de Mariano Rajoy ha conseguido en tan sólo unos meses que no sólo los trabajadores sino los ciudadanos en general lleguen a los días de asueto con auténtico pavor.
            Y es que el viernes ya no es ese día en el que comienza el tiempo semanal de descanso, sino que se ha convertido en el día en que tras la reunión del sanedrín de los moderados, el Consejo de Ministros, se anuncien nuevos recortes sobre los recortes y recorto porque me toca. En efecto, semana tras semana, viernes tras viernes, el Gobierno anuncia nuevas medidas para, dice, combatir la crisis. Y si, tal como señala el propio Rajoy, las reformas emprendidas no son fruto de la improvisación sino que responden a una estrategia y se van a seguir anunciando cada  viernes hasta que llegue el verano, uno no puede sino preguntarse por qué razón no nos dicen de una vez cuáles son esas reformas que los moderados van a emprender para salvarnos a todos y nos libran así de esta tortura del machetazo semanal. ¿Será que no contentos con habernos chafado los viernes pretenden también que le tengamos pánico al período estival?

jueves, 3 de mayo de 2012

Añoranza


Llegó a Madrid una tarde de otoño, a finales de septiembre o principios de octubre. Traía consigo una mochila en la que había metido toda la ropa de abrigo que había podido conseguir en Las Palmas y algunos libros -novelas y poesía fundamentalmente- con los que junto a las dos o tres casetes de autores canarios pensaba que iba a poder combatir la añoranza. No sabía ella todavía que la añoranza de las islas no se puede combatir con nada, sino que simplemente se siente y se sufre y se llega a soportar aunque nunca se consiga superar del todo. Por otra parte, tampoco había decidido  irse a estudiar a Madrid pensando en que iba a echar mucho de menos su tierra, antes bien, todo lo contrario. Estaba harta de Las Palmas: a sus veinte años la isla se le hacía chica; el mar, sin dejar de ser estimulante, la estaba ahogando; la sangre le fluía por todo el cuerpo y le pedía salir de allí, buscar nuevas experiencias, nuevos horizontes y, sobre todo, nuevas gentes. Sentía simplemente, con la inocencia y la pasión propias de la juventud, ansias de libertad.
Así que cuando aquella tarde otoñal llegó a Madrid, lo hizo con el talante de quien cree estar en disposición de comerse el mundo. En cuanto se instaló en la residencia de estudiantes salió a la calle y estuvo horas y horas deambulando sin rumbo fijo, contemplando los escaparates, las librerías, los cafés, las tiendas de discos... todo era tan nuevo para ella. Incluso el triste color gris propio de la contaminación y de la época del año que rezumaba el ambiente le resultaba fantástico; los árboles lánguidos, sin hojas, que recordaban más a la muerte que a la vida, también se le antojaban maravillosos, tal era el estado de ánimo en que se encontraba.
         Supongo que fue esa jovialidad lo que me atrajo de ella. Cuando la miraba era como si me enfrentara a un espejo que reflejara mi pasado. Doce años atrás yo también había llegado a Madrid un día del color del plomo, el mismo que empiezan a tener mis cabellos, impaciente por conocerlo todo, por beberme la vida en un instante. Recuerdo que a mí también me agobiaba la isla y que tampoco podía imaginar entonces cuanto echaría de menos Canarias. Nunca renegué de mis orígenes isleños pero ansiaba hasta la exasperación llegar a espacios más abiertos. Con el tiempo, después de muchas tardes de frío y lluvia sobrellevadas a fuerza de beber café y lágrimas, sin más compañía que un gato y mis libros, comprendí que la tragedia del ser canario consiste en que mientras estamos en las islas nos vamos sintiendo paulatinamente atrapados y desesperamos por partir, pero al poco tiempo de vivir fuera somos víctimas de la añoranza de la tierra, del sol y del mar, y sobre todo, de la gente. 
         Aún recuerdo perfectamente el día que la conocí. Yo estaba pasando lista en clase, lo habitual en los primeros días del curso, cuando identifiqué su nombre como algo cercano. “Guacimara Robayna”, leí en voz alta y ella al responder me dirigió una mirada cómplice de canariedad compartida. Ahí estaba, sin haber perdido aún el moreno característico de su piel, desafiante, irradiando aquella falsa seguridad con la que trataba de disimular su natural timidez. 
          Supongo que ella también se sintió atraída por mí porque era la única persona que le resultaba familiar en aquella ciudad tan nueva y desconocida, y porque, al fin y al cabo, yo también representaba, en cierta medida, la imagen de lo que Guacimara creía en ese momento que quería llegar a ser: acababa de cumplir treinta años y además de dar clases de literatura contemporánea en la universidad tenía dos novelas publicadas, aunque sin demasiado éxito, una de las cuales fue editada cuando yo aún era estudiante. Ella, aspirante a escritora como tantas otras, me admiraba. Debo reconocer que aproveché esta situación, aunque no de una manera intencionada, ni siquiera del todo consciente, para seducirla. 
        Lo cierto es que desde los primeros días del curso se estableció entre ella y yo una relación de empatía, que con el tiempo se transformó en amistad, y posteriormente en auténtico amor, al menos por mi parte. No le reprocho nada porque tengo la certeza de que aunque en el fondo nunca me amó, se había convencido de que estaba locamente enamorada de mí, cuando lo que realmente le fascinaba era mi obra, incluso mi vida, pero no yo. Hoy, desde la objetividad que proporciona la distancia, reconozco que siempre lo sospeché pero nunca quise reconocerlo, porque a quién no le gusta que le admiren. Cuando en clase disertaba sobre alguno de los autores de los que luego, en la intimidad de mi casa, compartíamos apasionadas lecturas, notaba cómo se esforzaba en disimular la admiración que me profesaba.
           Recuerdo qué cortas se nos hacían las largas noches del invierno de Madrid. Yo le leía fragmentos de novelas, también de poemas de mis autores preferidos y ella no se cansaba de leerme páginas de mis propios libros. En alguna que otra ocasión nos sorprendimos evocando imágenes de nuestras islas, entonando canciones de autores canarios, incluso de temas folclóricos. Aquellas veladas literarias solíamos terminarlas haciendo el amor. Aún tengo impregnado el sabor de su boca, la frescura de sus besos, el olor de su cuerpo. Después de amarnos intensamente yacíamos durante varias horas en la cama y yo me dormía jugando a enredar los caprichosos rizos de su pubis entre mis dedos.
         Una de aquellas noches en las que habíamos quedado para compartir amor y literatura ella trajo consigo el manuscrito de la novela que había estado escribiendo desde antes de que nos conociéramos. Yo ya sabía algo de su proyecto literario porque me lo había comentado, mas hasta ese momento no había consentido en dejármelo leer. Decía que nadie lo leería hasta que no estuviera terminado, pero que en cuanto lo concluyera yo sería la primera persona en leerlo. Y así fue, aquella noche se presentó en mi casa tan excitada que apenas tuve tiempo de hablar con ella: me entregó el manuscrito y me pidió por favor que lo leyera despacio, con frialdad, y que cuando terminara emitiera un juicio objetivo, que no me dejara influir por mis sentimientos hacia ella. Después me besó, dio media vuelta y se marchó.  
         Invertí toda la noche en leer su novela y justo cuando empezaba a clarear acabé de leerla. Un bodrio. La historia que contaba no era del todo mala, aunque a mí, francamente, no me atraía en absoluto. Por lo demás estaba muy mal escrita, con un estilo pésimo y un lenguaje muy poco fluido. La verdad es que no entendía cómo una criatura tan apasionada, fresca y espontánea podía haber escrito algo así, de un aburrimiento tal que si no llego a saber quién era su autora jamás habría finalizado su lectura. Durante el resto de la semana no supe nada de ella, ni siquiera apareció por clase para darme tiempo a elaborar mi crítica. Yo era plenamente consciente de lo importante que era para Guacimara mi opinión, con lo que me encontraba ante un gran dilema moral. Finalmente se presentó en mi casa por sorpresa y yo me vi en la obligación de decirle lo que de verdad pensaba de su obra, aunque casi me doliera más a mí que a ella. Le dije que no tenía el talento necesario para ser escritora pero que eso no debía preocuparla demasiado, que había muchísimas maneras de disfrutar de la literatura, incluso de dedicarse a ella profesionalmente, sin escribir. No fui nada convincente, ella se fue deshecha y yo la perdí para siempre.
           Aunque a nivel personal considero que fue un acierto mostrarle mi sincera opinión, no cabe duda de que ése ha sido el mayor error de toda mi carrera. Ella es hoy Guacimara Robayna, la joven escritora que está de moda en los círculos literarios y editoriales gracias a su recién publicada novela Un paseo por Madrid, y yo sigo siendo una lúgubre profesora de literatura en la universidad, dedicada a la crítica literaria por no haber sabido conquistar al público con sus novelas y poemarios. Las noches han vuelto a ser extremadamente frías y largas y ya nadie me brinda su calor a cambio de mis lecturas. Tan sólo mi viejo gato se duerme sobre mis pies y es a él a quien, de vez en cuando, leo poemas que yo misma escribo, y siempre me responde con un cálido ronroneo que mitiga la ausencia de los otrora abundantes susurros de amor al oído[1].


[1] Publicado por primera vez en la revista Anarda, nº 40, Las Palmas de Gran Canaria, Canarias Siglo XXI, 2002.
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