lunes, 26 de enero de 2015

Contra la 'mamanza'

P
ertenezco a una generación en la que, mal que bien, todos hemos jugado al fútbol alguna vez, al menos los hombres. En efecto, los que nacimos en los 60, pasábamos buena parte de nuestro tiempo libre jugando a la pelota, una práctica que, sin saberlo, nos fue adiestrando en el ejercicio de la democracia, pues en ella las decisiones públicas, las que afectan a todos, deben ser tomadas entre todos, algo que sin mayores elaboraciones teóricas hacíamos cada vez que jugábamos un rato. Por supuesto no hablo ahora de quienes jugaban en un equipo federado ni nada por el estilo, que ya sabemos todos que se organizan de un modo más bien poco democrático, sino que me estoy refiriendo a cómo los chiquillos de entonces nos organizábamos para llevar a cabo una acción colectiva, jugar un partido de fútbol, que requería someterse a unas reglas sin que hubiese ningún tipo de autoridad que las impusiese, ya que lo de los árbitros quedaba, y queda, para otras esferas de la práctica futbolera.
            En efecto, cuando echábamos aquellos memorables partidos, sólo era necesario que alguno de los jugadores gritara “¡falta ahí!” para que se detuviera el juego y se atendiera la solicitud del jugador de marras. Ciertamente un sistema tal daba pie a discusiones pero, en general, funcionaba bastante bien. Entre las excepciones más sonadas al buen funcionamiento de este sistema se encontraba la tan conocida como denostada por todos, o casi todos, consistente en las pretensiones del dueño del balón de ser el juez supremo en todo lo referente al partido. ¿Quién no concedió nunca un penalti para que el susodicho no cumpliera con su amenaza de llevarse la pelota? Claro que las concesiones tienen un límite. Y aunque en ocasiones estuviéramos dispuestos a dejar que el propietario de la pelota hiciera los equipos, éstos debían guardar un cierto equilibrio, porque si el dueño del balón o algunos otros listillos pretendían que en un equipo jugaran sólo los buenos y en el otro los peores, éstos rápidamente protestaban al grito de “¡ustedes lo que quieren es la mamanza!” y se negaban a jugar. Y tal es y era el poder de la negación, del disenso frente a consensos injustos, que normalmente se conseguía que los equipos estuvieran compensados recurriendo al célebre método del capitán de uno y capitán de dos: los capitanes iban eligiendo a los jugadores alternativamente y aunque el capitán de uno, que bien podía ser el dueño del balón, tenía cierta ventaja porque elegía primero, los equipos resultantes eran ciertamente equilibrados.
           Hoy en día la mamanza en Europa la tiene la alianza entre las élites políticas y económicas y para ponerle freno a dicha mamanza sólo cabe, como cuando éramos niños, el disenso. Esto es lo que ha entendido la ciudadanía griega dándole un voto de confianza a Syriza que se ha revelado como la gran esperanza no sólo de los griegos sino de buena parte de la Europa empobrecida que se reparte por toda la Unión Europea pero, ciertamente, abunda más en los países del sur, no digamos en regiones ultraperiféricas como Canarias. Y para decir No con más fuerza a las políticas de austeridad que sólo han traído más deuda y más pobreza a los ciudadanos será necesario que la fórmula del disenso frente a la mamanza se extienda y que las izquierdas de Europa accedan a las instituciones. Porque aunque quienes quieren seguir teniendo la mamanza frente al resto amenacen con llevarse el balón, ha llegado el momento en el que los ciudadanos les digamos tan pacífica como firmemente que sin nosotros no se puede jugar el partido europeo. 

1 comentario:

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