P
|
ertenezco a una generación en la
que, mal que bien, todos hemos jugado al fútbol alguna vez, al menos los
hombres. En efecto, los que nacimos en los 60, pasábamos buena parte de nuestro
tiempo libre jugando a la pelota, una práctica que, sin saberlo, nos fue
adiestrando en el ejercicio de la democracia, pues en ella las decisiones
públicas, las que afectan a todos, deben ser tomadas entre todos, algo que sin
mayores elaboraciones teóricas hacíamos cada vez que jugábamos un rato. Por supuesto
no hablo ahora de quienes jugaban en un equipo federado ni nada por el estilo,
que ya sabemos todos que se organizan de un modo más bien poco democrático,
sino que me estoy refiriendo a cómo los chiquillos de entonces nos
organizábamos para llevar a cabo una acción colectiva, jugar un partido de
fútbol, que requería someterse a unas reglas sin que hubiese ningún tipo de
autoridad que las impusiese, ya que lo de los árbitros quedaba, y queda, para
otras esferas de la práctica futbolera.
En
efecto, cuando echábamos aquellos memorables partidos, sólo era necesario que
alguno de los jugadores gritara “¡falta ahí!” para que se detuviera el juego y
se atendiera la solicitud del jugador de marras. Ciertamente un sistema tal
daba pie a discusiones pero, en general, funcionaba bastante bien. Entre las
excepciones más sonadas al buen funcionamiento de este sistema se encontraba la
tan conocida como denostada por todos, o casi todos, consistente en las
pretensiones del dueño del balón de ser el juez supremo en todo lo referente al
partido. ¿Quién no concedió nunca un penalti para que el susodicho no cumpliera
con su amenaza de llevarse la pelota? Claro que las concesiones tienen un
límite. Y aunque en ocasiones estuviéramos dispuestos a dejar que el
propietario de la pelota hiciera los equipos, éstos debían guardar un cierto
equilibrio, porque si el dueño del balón o algunos otros listillos pretendían
que en un equipo jugaran sólo los buenos y en el otro los peores, éstos
rápidamente protestaban al grito de “¡ustedes lo que quieren es la mamanza!” y se negaban a jugar. Y tal es
y era el poder de la negación, del disenso frente a consensos injustos, que
normalmente se conseguía que los equipos estuvieran compensados recurriendo al
célebre método del capitán de uno y capitán de dos: los capitanes iban
eligiendo a los jugadores alternativamente y aunque el capitán de uno, que bien
podía ser el dueño del balón, tenía cierta ventaja porque elegía primero, los
equipos resultantes eran ciertamente equilibrados.
Hoy
en día la mamanza en Europa la tiene
la alianza entre las élites políticas y económicas y para ponerle freno a dicha
mamanza sólo cabe, como cuando éramos
niños, el disenso. Esto es lo que ha entendido la ciudadanía griega dándole un
voto de confianza a Syriza que se ha revelado como la gran esperanza no sólo de
los griegos sino de buena parte de la Europa empobrecida que se reparte por
toda la Unión Europea pero, ciertamente, abunda más en los países del sur, no
digamos en regiones ultraperiféricas como Canarias. Y para decir No con más
fuerza a las políticas de austeridad que sólo han traído más deuda y más
pobreza a los ciudadanos será necesario que la fórmula del disenso frente a la mamanza se extienda y que las izquierdas
de Europa accedan a las instituciones. Porque aunque quienes quieren seguir
teniendo la mamanza frente al resto
amenacen con llevarse el balón, ha llegado el momento en el que los ciudadanos
les digamos tan pacífica como firmemente que sin nosotros no se puede jugar el
partido europeo.
Si este artículo es de su interés, aunque esté en desacuerdo, no deje de compartirlo con sus contactos. Ellos se lo agradecerán y yo también.
ResponderEliminar