La ciencia no nos ha enseñado aún si la locura es o no lo más sublime de
la inteligencia
E. A. Poe.
I
Hace
diez años que ingresé en este hospital psiquiátrico, a pesar de que soy una
persona totalmente cuerda, a causa del capricho de unos incompetentes. Fui
educado en la creencia de que la justicia siempre prevalece y que, salvo
excepcionales casos de corrupción, los jueces son personas honestas y aun
cuando no lo son, el propio sistema jurídico, que es siempre superior a los
individuos encargados de administrar la justicia, está dotado de los recursos
suficientes para restablecer el orden y colocar a cada quien en el lugar que le
corresponda, de tal forma que los ciudadanos honrados estaremos siempre al
amparo de la justicia. A pesar de la educación recibida, he de decirles que
desde hace bastante tiempo he perdido la confianza en la protección que el
sistema de derecho brinda al ciudadano, sobre todo a raíz del vejatorio trato
recibido por mi persona. Por si fuera poco, esta situación se ha prolongado
durante diez años, y lo que es peor aún, no tiene visos de ser solventada. Así,
pues, dadas las circunstancias, el único consuelo que me queda es contar mi
historia a todos aquellos que quisieran escucharla, ya que los médicos de este
centro no parecen mostrar el menor interés, razón por la cual he decidido
escribirla para que puedan juzgar ustedes, queridísimos lectores, si soy o no
merecedor de este enclaustramiento. Si no lo he hecho antes es porque durante
todo este tiempo no se me ha permitido escribir.
Mi nombre es Jaime del Bosch y soy
escritor. Nací hace treinta y dos años en el seno de una familia acomodada.
Inicié mi educación en el mejor colegio de la ciudad y posteriormente mis
padres me enviaron a Londres a un internado donde cursé los estudios de
bachillerato. Siguiendo la tradición familiar, comencé a estudiar Derecho y
concluí brillantemente los dos primeros cursos. Pero aquello no era para mí,
así que abandoné la carrera para dedicarme a lo que realmente me gustaba hacer.
Sí, desde niño me ha fascinado el arte de inventar y contar historias y quizás
por ello me gané cierta fama de chico muy imaginativo, demasiado exagerado o
incluso de incorregible mentiroso.
Aquella decisión mía no fue bien
recibida en el seno familiar. Mi padre se llevó un serio disgusto y trató de
convencerme por todos los medios, cuando no de coaccionarme, de que siguiera
con mis estudios y me dejara de pamplinas. Mas mi decisión era firme y estaba
convencido de que triunfaría como escritor. Esta situación desembocó en una
especie de guerra fría en el interior de mi casa entre mi padre y yo; nos
evitábamos mutuamente y no nos dirigíamos la palabra más que lo estrictamente
necesario. Para ser franco, debo decirles que en realidad este ambiente tenso
no afectaba para nada al resto de la familia, ya que mis hermanos, todos
menores que yo, estaban en una edad en la que sus preocupaciones giraban en
torno a otro tipo de cuestiones. Tan sólo mi madre estaba realmente preocupada.
Ella fue la que desde un principio, quién si no, me brindó todo su apoyo y
actuó como intermediaria entre mi padre y yo.
Durante algunos meses asistí a
cursos sobre creación literaria y al cabo de un año comencé a escribir mi
primera novela, la cual había ido yo esbozando al tiempo que acudía a los
cursos mencionados. A lo largo de seis meses trabajé sin parar en esa novela.
Para ese entonces mi padre cobró conciencia de que lo mío no era un capricho y
nuestras relaciones volvieron a ser cordiales. Mi madre, por su parte, se
dedicó con esmero a colaborar conmigo en todo lo que estuviese dentro de sus
posibilidades. Trabajamos muy duro durante aquellos seis meses, pero al fin, la
novela quedó terminada. A pesar de la indudable calidad de la obra, debo
reconocer que si conseguí que el director de una importante editorial la
leyera, fue gracias a las influencias de mi familia. Pero lo cierto es que se
quedó entusiasmado y después de realizar las debidas correcciones, mi primera
novela salió a la luz. La baraja incompleta, como muchos de ustedes
recordarán, fue un rotundo éxito. A ella le siguió una serie de novelas de
estilo similar, o sea, de misterio, con las que conseguí consolidarme, por qué
no decirlo, como el más destacado escritor nacional del género. Nunca olvidaré
aquellos años en los que el éxito me tendió la mano. Acudía continuamente a
fiestas en las que me codeaba con los mejores escritores del momento, asistía a
tertulias en las que artistas e intelectuales comentaban sus últimos proyectos;
en suma, fueron los mejores años de mi vida, a pesar de la infinidad de horas
que le dedicaba al trabajo.
Todo iba de maravilla hasta que
comencé a escribir un nuevo relato en el que, sin apartarme del género de
suspense que había caracterizado mis anteriores obras, quise incluir algunas
dosis de realismo social y de crítica, al tiempo que pretendía darle cierta
proyección filosófica. Fermín: Historia de un muchacho de barrio iba a
titularse este relato, y digo iba porque nunca logré terminarlo.
II
Fermín era un chico de dieciséis años que se había criado en uno de
tantos barrios periféricos de la ciudad. Su madre era limpiadora y no tenía
padre, al menos el nunca lo conoció. Era un muchacho delgado, de piel morena y
cabello rizado a la altura de las orejas; sus ojos castaños denotaban cierta
agilidad mental igual que su rápido andar, pero aquella mirada también
expresaba una profunda tristeza.
Fermín había abandonado la escuela a
los once años y desde entonces se pasaba el día correteando por las calles del
barrio. Ahora, como tantos otros chicos de su edad, fumaba heroína. Por ello
bajaba todos los días al centro de la ciudad para apostarse en una de aquellas
calles atestadas de tráfico, su calle, e indicarle a los conductores dónde
podían estacionar sus vehículos al tiempo que se les ofrecía para limpiarles
los cristales o lavarles sus respectivos automóviles. Allí pasaba toda la
jornada para al atardecer regresar a su barrio y “fumarse” todo el dinero
conseguido, y de esta manera se le iba yendo la vida.
Una noche que volvía del centro
después de haberse pasado todo el día trabajando, porque aquello en realidad
era un trabajo, se tropezó con dos tipos del barrio que pretendían robarle su
dinero. Fermín no se amedrentó, sacó la navaja que llevaba siempre consigo y se
la enterró en el vientre al primero de los asaltantes; el otro, al ver a su
compañero muerto en el suelo, salió huyendo.
- Lo siento mucho Jaime pero me
niego a matar a nadie.
- ¿Cómo dices?
- Digo que yo nunca llevo navaja,
que aunque viva en un barrio periférico yo no consumo heroína, tengo veintitrés
años no dieciséis y estudio en la universidad, porque aunque mi madre sea
limpiadora he obtenido una beca que me cubre los gastos, y no estoy dispuesto a
matar a nadie y arruinar mi vida después de lo que me ha costado llegar a tener
esta oportunidad, sólo para que tú vendas una estúpida novela.
- Tú eres mi creación y harás lo que
yo diga. No puedes rebelarte porque careces de voluntad, ni siquiera existes,
eres sólo un producto de mi imaginación.
-
Es posible que yo no exista
pero, ¿qué te hace pensar que tú sí existes?
III
No podía creérmelo. Mi propio personaje ya no era como yo lo había
creado, se enfrentaba conmigo y encima me insinuaba que tal vez yo no fuera más
real de lo que lo era él. Interrumpí mi relato y decidí tomarme un par de días
libres para reflexionar. Pensé que tal vez debería darle otro enfoque a la
novela. Al cabo de una semana, más calmado, retomé el manuscrito y lo releí con
la esperanza de que las últimas frases se refirieran a la pelea entre Fermín y
los dos atracadores, pero no, aquel estúpido diálogo entre mi personaje y yo
estaba aún allí. Seguramente pensarán que si tanto me angustiaba aquel diálogo
lo más fácil hubiera sido suprimirlo sin más, pero aunque parezca increíble, había
algo superior a mí, algo que no podría describir, pues ni siquiera yo sabía
exactamente qué era, que me lo impedía. Por si no bastara con eso, esa especie
de fuerza ajena a mí me empujaba a seguir escribiendo.
IV
-
Noto que esta semana de vacaciones no ha servido para calmar tu ansiedad.- dijo
Fermín.
- ¿Y
tú cómo sabes eso?
- Igual que tú lo sabes todo sobre
mí yo lo sé todo sobre ti. De hecho he estado hablando con Pedro y me ha
contado la sarta de mentiras que has ido diciendo por ahí.
- ¿Se puede saber quién es ese
Pedro?
- Pedro es precisamente quien tú
sospechas. Se puede decir que su relación contigo es más o menos la misma que
tú creías tener conmigo. A él le debo el haber podido cambiar la mezquina vida
que tú me tenías reservada. Ahora, si me lo permites, voy a narrarles a
aquellos que tú llamas tus queridísimos lectores, la realidad de tu mísera
existencia.
Jaime del Bosch nació, ciertamente,
en el seno de una familia acomodada. Su padre, Miguel del Bosch, es un
importante hombre de negocios mientras que su pobre madre murió en el momento
de dar a luz a Jaime. Se llamaba Claudia Borjas y era escritora. El ser
huérfano de madre y el hecho de que su padre tuviera que pasar la mayor parte
del tiempo fuera de su casa por razones profesionales fueron las razones por
las que Jaime estudió en un internado. Nunca tuvo hermanos, pues él era el
primogénito y su padre no volvió a casarse.
Al terminar los estudios de
bachillerato ingresó en la Facultad de Derecho, pero no para seguir ninguna
tradición familiar, ya que como acabo de contarles, su padre no era abogado
sino un hombre de negocios.
Cuando llevaba cursados los dos
primeros años de la carrera sufrió su primera crisis nerviosa, por lo que hubo
de estar apartado de los estudios durante un año. Poco después de
reincorporarse, aparentemente recuperado, comenzó a alardear delante de sus
compañeros de ser escritor y de codearse con los más importantes artistas e
intelectuales del país. Fue este hecho lo que motivó que su padre lo instara a
que siguiera visitando al psiquiatra que lo había tratado anteriormente y por
lo que, finalmente, hubo de ingresar en el hospital psiquiátrico después de
casi haber matado a su padre de una paliza, acusándolo de querer acabar con su
carrera como escritor.
V
Aquel relato mío no logré terminarlo debido a que fui víctima de una
crisis existencial. Debido a esta depresión comencé a visitar al doctor
Cifuentes, un prestigioso psiquiatra amigo de la familia. Lo visitaba una vez
por semana y en las primeras sesiones nos dedicamos a repasar la historia de mi
vida, que por lo demás ya él conocía.
Tras estas primeras consultas
comenzamos a abordar más directamente mi problema. Le comenté que había sido el
intentar escribir el relato de Fermín lo que me había conducido a caer en el
abismo de la depresión.
- ¿Por qué piensas que ese relato ha
sido el detonante de la crisis?.- me preguntó el doctor Cifuentes al escuchar
mi comentario.
- Verá usted, doctor. En ese relato
quise yo plasmar la inseguridad del ser humano ante su propia existencia,
reflejar la angustia existencial que todo sujeto sufre alguna vez. Por ello
planteé la posibilidad, mientras dialogaba con Fermín, de que yo mismo no fuera
más real de lo que lo era él, la posibilidad de que mi ser no existiera sino como
producto de la imaginación de otro ser superior a mí.
- ¿Y bien?
- Hubo un momento en que llegué a
estar convencido de que yo no era yo, sino el personaje de una novela y que el
cambio producido en mi personaje no era obra de mi voluntad como escritor, sino
que respondía a la voluntad de ese otro ser superior a quien yo debía mi
efímera existencia. Es por eso que solicité su ayuda, para recobrar la
confianza en mí mismo, en que yo existo.
Al principio todo iba bien con el
doctor; juntos conseguimos que yo me volviera a autoafirmar como persona, pero
luego todo cambió. Por alguna razón que no alcanzaba a comprender, el doctor
Cifuentes y mi padre se empeñaron en hacerme creer que yo no era escritor, que La
baraja incompleta nunca había existido, ni ninguna de las demás novelas con
las que, como ya expuse más arriba, logré consagrarme como el mejor escritor
nacional de novelas de misterio.
No lograba entender por qué el
doctor Cifuentes, después de ayudarme a superar mi crisis, tomó la
determinación de que, si bien era cierto que mis dudas acerca de la posibilidad
de no ser más que el fruto de la imaginación de una conciencia externa habían
desaparecido completamente, aún no había quedado del todo resuelto mi problema
de identidad.
Empezaron a decirme que la historia
de mi vida no era la que yo creía recordar, sino precisamente la que yo había
hecho contar a Fermín en aquel maldito relato, que según ellos tampoco existía.
Primeramente me sentí confuso, pero
luego fui vislumbrando lo que en realidad estaba ocurriendo. A mi padre nunca
le hizo gracia que yo me hiciera escritor. Recordarán ustedes que cuando decidí
dedicarme a escribir mantuvimos un fuerte enfrentamiento y que fue mi madre, la
que ahora ellos se empeñaban en afirmar que murió en el momento de nacer yo, la
única de mi familia que me apoyó.
Al alcanzar la fama él aparentó
reconciliarse conmigo y yo le creí. Ése fue mi error. En el fondo de su ser
sentía unos celos insoportables de mí debido a mi triunfo. No soportaba que con
mi éxito lo hubiese relegado a un segundo plano en el interior de mi familia, y
el muy astuto aguardó pacientemente su oportunidad. Cuando sufrí la crisis
sobornó al doctor Cifuentes para que trastornara mi personalidad.
Al comprender lo que había sucedido
me enfurecí tanto que fui directamente al despacho de mi padre para exigirle
explicaciones. El muy hipócrita no sólo lo negaba todo sino que mantenía una
actitud hacia mí como la del que siente lástima al escuchar las incongruencias
de un demente. Eso me enfureció aún más y comencé a golpearle hasta dejarlo
inconsciente. En ese momento salí corriendo hacia casa en busca de mi madre,
pero no la encontré. A las pocas horas vinieron a detenerme y por orden
judicial ingresé en el hospital psiquiátrico, gracias a la eficiente labor del
doctor Cifuentes.
Ahora ya conocen ustedes mi historia
y por qué me encuentro encerrado tan injustamente. Durante estos diez años no
he recibido ni una sola visita, amén de las del fariseo de mi padre, a quien,
como ustedes comprenderán, no he consentido en ver. No entiendo cómo es que mi
madre no ha venido nunca a verme; supongo que no sería capaz de soportar verme
aquí encerrado. La echo muchísimo de menos y, sin embargo, hace tanto tiempo
que no la veo, que ni tan siquiera logro recordar su rostro.
Publicado
por primera vez en la revista
Disenso, nº 36,
La Laguna, Sociedad de
Estudios Canarias Crítica, 2002.