viernes, 27 de marzo de 2015

Lo que la gente no quiere oír

E
l derecho a la libertad de expresión es uno de esos derechos fundamentales de los individuos que se recogen en la Declaración Universal de los Derechos Humanos y en las constituciones de los países democráticos. Se trata, obviamente, de uno de los pilares de la democracia y así es reconocido por todos los demócratas. Es por ello que el atroz atentado contra los humoristas de Charlie Hebdo fue percibido, justamente, como más grave aún que otros actos de barbarie precisamente porque atacaba al derecho a la libertad de expresión, lo que llevó a multitud de ciudadanos espontáneos, así como a hipócritas y oportunistas mandatarios, a proclamar aquello de “Je sui Charlie Hebdo”. Pero no todos somos Charlie. No lo son, no quieren serlo, quienes en su cortedad de miras proclamaron inmediatamente después no identificarse con una revista satírica a la que consideran grotesca y ofensiva sin percatarse de que ser Charlie, entonces y ahora, no implica identificarse con su línea editorial sino sólo con su derecho a tenerla.
            Desde entonces y a pesar del compromiso formal con la libertad de expresión de nuestros demócratas de toda la vida, no paran de sucederse los ataques a este derecho fundamental que todo el mundo dice defender pero que no terminamos de tomarnos en serio, como si no nos percatáramos de que lo que está en juego es la dignidad humana. Un caso flagrante es el tristemente célebre acaecido hace unos días en el Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona (Macba), cuando el ya exdirector del centro, Bartomeu Marí, se empeñó en que una de las obras que formaban parte de la exposición La bestia y el soberano debía ser retirada por resultar ofensiva. Los comisarios no consintieron la censura y la exposición fue inicialmente cancelada. El escándalo ante tal ataque a la libertad de expresión fue tal que Marí reconsideró su postura y un par de días más tarde accedió a que la exposición se mostrara íntegra, y así los visitantes del Macba han podido contemplar la escultura de la discordia en la que se ve al rey Juan Carlos sodomizado por una mujer a la que, a su vez, está sodomizando un perro o un lobo. Pero el mal ya estaba hecho y Marí se vio obligado, ¡menos mal!, a dimitir.
           No es este el único caso en el que la libertad de expresión se ha visto atacada últimamente. Hace unas semanas el Ayuntamiento de Madrid prohibió la actuación de la banda Soziedad Alkoholica después de que un informe de la Policía Municipal señalara que si se celebraba el concierto se corría el riesgo de que se produjeran alteraciones del orden público, como en los años grises, cuando los Rolling Stones no podían venir a España. Ahora le ha tocado el turno al fútbol, o mejor dicho, a aquellos aficionados que gustan de pitar al himno y al rey de España, algo que, gente tan demócrata como el presidente de la Liga de Fútbol Profesional, Javier Tebas, o la secretaria general del PP y presidenta de Castilla-La Mancha, Dolores de Cospedal, no pueden concebir en sus respectivas y biempensantes cabezas. Y es que, como tan acertadamente afirmara George Orwell en el prólogo a su excelente obra Rebelión en la granja, “si algo significa la libertad es el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír”.

jueves, 12 de marzo de 2015

Hacia una ciudadanía europea

L
a filosofía moral y política nos enseña que la ciudadanía es la condición de los ciudadanos, es decir, lo que distingue a determinadas personas como tales y los diferencia de los súbditos. Y es que los ciudadanos, en rigor, antes de ser meros habitantes de un país, por más que esa sea también una acepción del término, son sólo aquellas personas a las que se les reconoce una serie de derechos, aquellos seres humanos que son reconocidos como sujetos de derechos. Ello significa reconocer al individuo su derecho a tener derechos, en definitiva, que se le reconozcan sus derechos fundamentales, aquellos que éticamente consideramos que son inherentes a la dignidad humana. Es pues el reconocimiento de los derechos humanos lo que otorga la carta de ciudadanía y puesto que existen diferentes tipos de derechos humanos existen también diferentes clases de ciudadanías, todas ellas igualmente importantes.     
            Como acertadamente ha mostrado Javier Muguerza, tales derechos humanos sólo son exigencias morales hasta que son recogidos en el ordenamiento jurídico, pero una vez incorporados son derechos de los individuos precisamente porque son exigibles, lo cual supone que debe haber alguna instancia a la que el individuo, el ciudadano en tanto que portador de derechos, pueda exigir que cumpla con su obligación de garantizar el respeto de sus derechos. Esta instancia, desde las revoluciones americana y francesa que dieron origen a las democracias modernas, ha sido por lo general el Estado nación, pero nada hay que obligue, desde una perspectiva teórica, a que tenga que ser así. Por lo demás, esa es la razón de que los ciudadanos lo sean siempre de un país, es decir, de un Estado, pues este está obligado a garantizar que los derechos de sus ciudadanos son respetados, pero no está obligado para con el resto de los individuos pues, de hecho, no les reconoce la ciudadanía.
            El ideal cosmopolita que uno suscribe abogaría por una ciudadanía mundial, por que todos los seres humanos fuésemos considerados como ciudadanos del mundo. La existencia de una ciudadanía mundial obligaría a que existiera asimismo una instancia global que garantizara el cumplimiento de los derechos universales de los individuos, una instancia a la que, sin ser un macro Estado mundial, los Estados hubieran de rendir cuentas. Se trataría de una suerte de ONU pero verdaderamente democrática y con auténtica capacidad para que sus resoluciones fueran acatadas por todos, individuos y Estados; en suma, algo similar a lo que Kant apelara en Hacia la paz perpetua cuando se refería a la necesidad de que se constituyera “una federación de pueblos que, sin embargo, no debería ser un Estado de pueblos”. Y en ausencia de una institución de esas características se me antoja exigible que la Unión Europea pudiera operar como tal aunque fuese sólo vinculante para los europeos. Pues el reconocimiento de la ciudadanía europea implicaría la existencia de unas instituciones europeas plenamente democráticas que habrían de garantizar los derechos de todos los europeos por igual. Y puesto que estos derechos no sólo son los civiles y políticos sino también los económicos, sociales y culturales, una Unión Europea digna de ese nombre habría de garantizar la ciudadanía en todas esas dimensiones de sus ciudadanos, sin importar si estos son griegos o alemanes, españoles o franceses.