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sábado, 21 de abril de 2018

Bergson en la Sala de Piedra


Q
uienes militamos a favor de la causa de la filosofía en Gran Canaria, se trate de profesionales de esta secular disciplina o de personas vinculadas profesionalmente a otros ámbitos pero interesadas en los asuntos filosóficos, tuvimos el pasado martes la oportunidad de asistir a una conferencia magistral sobre el pensamiento del filósofo francés Henri Bergson en la Sala de Piedra de la sede institucional de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria (ULPGC). La conferencia corrió a cargo de José Manuel Santiago, profesor del Instituto Superior de Teología de las Islas Canarias (ISTIC), y se desarrolló en el marco de las Conversaciones de Filosofía que, desde hace ya 15 años, viene organizando el Aula Manuel Alemán de la ULPGC. Santiago es un especialista en Bergson, no en vano se doctoró hace unos años en Filosofía con una tesis que versa sobre el pensamiento del autor francés, así que, como era de esperar, su exposición fue brillante.
             Tal como mostró Santiago, el pensamiento de Bergson se inscribe en el espiritualismo francés de finales del siglo XIX y principios del siglo XX, lo que lo sitúa a contracorriente del pensamiento hegemónico de la época marcado por un materialismo y positivismo radicales y negadores de la posibilidad de la libertad humana. Frente al determinismo preponderante, Bergson se revela, y rebela, como un defensor a ultranza de la libertad del hombre y halla el fundamento de esa libertad en la existencia del alma, pues la conciencia, a juicio del francés, no puede quedar reducida al cerebro ni a los procesos puramente físicos o químicos que allí se desarrollan. Una tesis que Santiago, como tuvimos oportunidad de comprobar, comparte con Bergson.
            La libertad humana que defiende Bergson, y Santiago con él, no es la de una humanidad en abstracto sino la libertad de los individuos concretos y ello es algo que, por mi parte, solo puede ser digno de elogio, más aún en un tiempo en el que, como hemos dicho, predominaba un pensamiento instalado en un materialismo que más que radical yo calificaría de ingenuo. Algo similar a lo que ocurre hoy, salvando las distancias, cuando cierta filosofía postmoderna, desde parámetros diferentes, se ha apresurado a celebrar la muerte del sujeto y con ello la liquidación de la conciencia y de la autonomía inherente al ser humano. Sin embargo, defender, todavía hoy, la subjetividad, la conciencia y la libertad del individuo no tiene necesariamente que hacerse desde posiciones metafísicas como hacen Bergson y Santiago, sino que bien pudiera hacerse sin necesidad de apelar a la existencia del alma, es decir, desde una filosofía postmetafísica de la conciencia, una filosofía materialista de nuevo cuño que no reniega ni de la conciencia ni de la libertad.
            El tema de la libertad en el pensamiento de Bergson no fue el único que trató Santiago en su conferencia, fue más bien, cuestiones biográficas aparte, el punto de partida, pues a lo largo de su exposición fue desgranando algunos aspectos centrales del pensamiento de Bergson para culminar señalando que la experiencia mística constituye, en opinión del francés, el origen de las dos fuentes de la moral y de la religión: la presión social, generadora de una moral cerrada y una religión estática; y el impulso vital, generador de la moral abierta y la religión dinámica. Sin duda la clasificación bergsoniana de la moral y la religión es en sí misma polémica, toda vez que si bien pudiera interpretarse en términos de heteronomía (moral cerrada) y autonomía (moral abierta), también se puede entender como el reflejo de un cierto eurocentrismo no superado. Con todo, lo que me resulta más llamativo es el énfasis que pone Bergson en la experiencia mística, pues esta no casa bien con la libertad del individuo. Y es que lo característico de la actitud mística es la búsqueda del distanciamiento de sí mismo, de su disolución en la totalidad, y ello, a mi modo de ver, es difícilmente compatible con la libertad individual.
            Discrepancias aparte, pues el propio Santiago nos hizo ver que, a su juicio, la libertad de la persona no solo no es incompatible con la experiencia mística sino que se enriquece a partir de ella, no me gustaría concluir este artículo sin señalar, una vez más, que la intervención de Santiago no solo resultó sumamente interesante sino que constituye una buena muestra del buen nivel de la filosofía que se hace en Canarias. Solo nos resta pues congratularnos por ello y esperar la pronta publicación de su tesis doctoral para adentrarnos un poco más en el pensamiento de Bergson y del propio Santiago.

domingo, 13 de julio de 2014

¿Para qué sirve la filosofía?

P
ara qué sirve la filosofía? Seguramente todos los que nos dedicamos a esta milenaria disciplina, alguna vez, o muchas, nos hemos tenido que enfrentar a esta pregunta. Una pregunta que no siempre se formula con el debido respeto ni a la filosofía ni a los filósofos, pues aunque en ocasiones quien interroga es alguien deseoso de saber si la filosofía sirve de verdad para algo (actitud esta, la curiosidad ante lo desconocido o el deseo de saber, que constituye, por cierto, la más genuina actitud filosófica), muchas otras veces quien pregunta lo hace desde el sarcasmo o, lo que es peor aún, tan despectiva como retóricamente, dando por supuesto que la filosofía no sirve para nada y que, por ende, carece de valor.
            A pesar de los sarcasmos, las ironías y los aires de suficiencia basados en los prejuicios, lo cierto es que la pregunta de marras, pese a su aparente sencillez, no es baladí, y que quienes, ya sea desde el respeto, ya sea desde el desprecio, han preguntado alguna vez para qué sirve la filosofía merecen alguna respuesta, siquiera sea una respuesta filosófica. Y es que el problema de si la filosofía sirve o no para algo encierra en sí mismo cierta enjundia filosófica y sólo se puede intentar resolver desde la propia filosofía, lo cual exige un ejercicio de metafilosofía o, si se prefiere, una suerte de filosofía de la filosofía.
            Una primera respuesta bien podría centrarse en las pequeñas, o grandes, según se mire, utilidades de dedicarse al ejercicio filosófico. La filosofía sirve para aprender a pensar, hemos oído alguna vez proclamar a quienes emplean esta afirmación para reivindicar la permanencia de nuestra disciplina en los planes de estudio de la enseñanza secundaria. Y no les falta razón pues, en efecto, el estudio de la filosofía contribuye al desarrollo del pensamiento crítico, de la comprensión lectora, la expresión oral y escrita, la capacidad de argumentación y la adquisición de toda una serie de competencias, como gusta decir a los pedagogos, importantes para desenvolverse en la vida. Sin embargo, aun siendo esto así, justo es reconocer que la filosofía no es la única disciplina que sirve para aprender a pensar, pues el resto de las materias que forman parte del amplio campo del saber, desde las matemáticas hasta la literatura, contribuyen también al desarrollo del pensamiento. Y lo que es más importante para el tema que nos ocupa, no parece que esta respuesta resulte satisfactoria para nuestros interpelantes, quienes bien podrían objetar que se trata de una manera de responder que consiste básicamente en eludir la pregunta, la cual apuntaría, más bien, al para qué de la filosofía en un sentido más nuclear y no tan tangencial. En efecto, quien pregunta para qué sirve la filosofía no interpela acerca de cuánto contribuye a la adquisición y desarrollo de determinadas competencias, por importantes que éstas se puedan considerar, sino si la filosofía como tal sirve realmente para algo, es decir, si genera algún tipo de conocimiento propio o si es capaz de contribuir al desarrollo de la humanidad de alguna forma específica, al modo en que lo hacen las distintas ciencias.
            A este respecto conviene recordar que la ciencia y la filosofía son dos formas de conocimiento distintas pero estrechamente vinculadas. Se trata, en efecto, de dos formas de saber que en nuestro tiempo consideramos como plenamente diferenciadas: mientras la ciencia es una forma de conocimiento que trata de formular leyes que expliquen los fenómenos, se expresa en un lenguaje metódico y sistemático, se apoya en un sólido aparato lógico y matemático y exige que las leyes formuladas se puedan comprobar empíricamente, lo que le permite además realizar predicciones, la filosofía, en cambio, es una disciplina racional pero especulativa, que pretende reflexionar argumentativamente sobre la totalidad de lo real y lo real como totalidad (metafísica, ontología o estudio del ser), el ser humano (antropología filosófica), las posibilidades de que éste alcance el conocimiento y la verdad (epistemología), los aspectos formales del pensamiento (lógica), la acción individual desde la perspectiva del bien (ética), la praxis en el ámbito de la esfera pública (filosofía política) y la belleza (estética). Sin embargo, lo cierto es que, aunque en la actualidad concibamos la ciencia y la filosofía como modos de conocimiento distintos, es evidente que ambas están íntimamente relacionadas. De hecho, los términos ciencia y filosofía tienen etimológicamente un significado muy similar, pues el vocablo ciencia procede del sustantivo latino scientia, el cual a su vez proviene del verbo scire, que significa saber, de manera que scientia, y por lo tanto también ciencia, vendría a significar el saber, mientras que la palabra filosofía es un término compuesto que resulta de la unión de los vocablos griegos philo y sophía, es decir, amor por la sabiduría. Y es que la ciencia y la filosofía tienen un origen común pues ambas nacen como un modo de conocimiento unitario en la Grecia del siglo VI antes de Cristo.
            Mas a pesar de que en la Antigüedad la filosofía y la ciencia conformaban un solo modo de conocimiento, lo cierto es que, tal como venimos recalcando, en la actualidad, y desde hace varios siglos, constituyen formas de saber diferenciadas, lo que nos lleva a preguntarnos si la ciencia, o mejor dicho, si las ciencias, a medida que se han ido emancipando del tronco común del saber, de la filosofía, han ido dejando a la filosofía sin un campo de estudio propio. Y la respuesta a esta pregunta sólo puede ser negativa a la luz de la tradicional distinción filosófica entre el ser y el deber ser, pues parece claro que en la medida en que la ciencia trata de alcanzar un conocimiento del ser, es decir, del mundo tal como es, el mundo objetivo, el mundo de los hechos y de las cosas, se ve imposibilitada para abordar el ámbito del deber ser, es decir, el mundo no ya tal como es sino como creemos que debiera ser, el cual constituye un campo irreductiblemente filosófico. Y es que, en efecto, cuando nos referimos al ser, empleamos un lenguaje descriptivo, compuesto por juicios de hecho, es decir, por enunciados que son verificables, susceptibles de ser calificados como verdaderos o falsos, que es lo propio del lenguaje científico, mientras que cuando nos referimos al ámbito del deber ser, ya no podemos emplear un lenguaje descriptivo sino que tenemos que hacer uso de un lenguaje valorativo, compuesto por juicios de valor cuya característica más prominente es que no son verificables, pues no hay posibilidad de establecer la verdad o falsedad de los mismos, y por lo tanto no pueden formar parte de la ciencia. Y si esto es así, entonces parece claro que aquellas disciplinas que ya Aristóteles denominara ciencias prácticas, a saber, la ética y la política, desde la perspectiva de lo que consideramos hoy que haya de ser la ciencia y la filosofía y toda vez que se trata de disciplinas que no se orientan hacia el ser sino hacia el deber ser, constituyen en nuestro tiempo disciplinas irreductiblemente filosóficas. La filosofía, por lo tanto, sigue manteniendo un campo de estudio propio y exclusivo en el ámbito práctico, es decir, en el ámbito del deber ser. Pero incluso si atendemos al ámbito teórico, la filosofía sigue teniendo mucho que decir, como prueba el gran desarrollo que en el pasado siglo experimentaron disciplinas genuinamente filosóficas como la filosofía de la ciencia o la epistemología. Resulta evidente que, sin salirnos de la esfera teórica, existen problemas de gran importancia que siguen siendo irreductiblemente filosóficos, como es el caso de las cuestiones epistemológicas o metodológicas que afectan a todas las disciplinas científicas y, sin embargo, mantienen un claro cariz filosófico.
            Otra manera, acaso la más acertada, de abordar la cuestión planteada, la de para qué sirve la filosofía, es centrándonos en el sentido mismo de la pregunta y en lo que éste implica. Y es que, tal como anunciábamos al comienzo de este artículo, la pregunta por la utilidad de la filosofía parte de la premisa implícita de que lo inútil, lo que no sirve para nada, no vale nada. Y es aquí donde acaso la filosofía nos pueda ayudar a desvelar el primer gran error, pues, como en seguida habremos de ver, una cosa es la utilidad de algo y otra bien distinta su valor, por más que una y otro estén relacionados. Para dilucidar la distinción entre utilidad y valor debemos previamente aclarar la diferencia que se da entre los medios y los fines. Llamamos fines a los objetivos, a las metas que perseguimos, que pretendemos alcanzar, mientras que denominamos medios a los recursos que ponemos en práctica para alcanzar dichos fines. Sin embargo, sucede que la mayor parte de nuestros fines no los perseguimos por sí mismos sino que, antes bien, los perseguimos porque consideramos que constituyen buenos medios para alcanzar otros fines que consideramos superiores, los cuales, a su vez, tampoco se persiguen por sí mismos sino porque nos sirven para alcanzar otros más importantes, y así sucesivamente hasta alcanzar aquello que Aristóteles llamara el fin último, es decir, el que ya no constituye ningún medio para alcanzar otro fin, sino que, al contrario, todos los demás fines conducen a él, pues se trata del fin que perseguimos porque tiene un valor en sí mismo.
           Si atendemos a la distinción entre medios, fines y fin último, o fines últimos, pues no hay por qué reducirlos a uno solo, nos daremos cuenta de que el valor, aun estando relacionado con la utilidad, no puede identificarse con ella. En efecto, el valor de los medios, o de los fines que a su vez son medios para alcanzar otros fines, viene dado por su utilidad, es decir, por la eficacia de dichos medios para conseguir los fines a que han de conducir y depende, en última instancia, del valor que para nosotros tenga el objetivo que se pretende alcanzar. Se trata pues de un valor relativo: relativo a la eficacia del propio medio y relativo al valor del fin perseguido. En cambio, el valor de los fines últimos, de aquellos que no son medios para alcanzar ningún otro fin sino que constituyen fines en sí y, por lo tanto, no sirven para nada (más bien todos los demás fines-medios si sirven para algo es porque sirven para alcanzar estos fines últimos) no es ya un valor relativo sino que es un valor absoluto. Los fines últimos son los que más valor tienen porque siendo como son fines en sí se persiguen por sí mismos, porque tienen un valor por sí mismos y ese valor es, por lo tanto, absoluto. De lo que se desprende que aquello que no sirve para nada no necesariamente carece de valor, pues bien pudiera suceder que fuese lo más valioso precisamente por ser un fin en sí. ¿Será éste el caso de la filosofía? El viejo Aristóteles ya señaló en su imponente Metafísica la primacía de la filosofía entre todos los campos del saber precisamente porque no tiene a la utilidad por fin. Y sin necesidad de llegar tan lejos, diríamos nosotros ahora que, puesto que la filosofía es una disciplina, incluso una actitud, radical y crítica no sólo ante la realidad y el conocimiento que de ella podamos tener, sino también ante la acción humana, que no acepta ningún juicio ni de hecho ni de valor sin someterlo previamente al examen racional, bien pudiéramos considerarla como un fin en sí, aunque no sirva para nada, o acaso precisamente por ello.

viernes, 16 de mayo de 2014

¿Más allá de los derechos humanos?

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as críticas a los derechos humanos son de dos tipos: externas e internas. Las primeras insisten en la imposibilidad de la existencia de derechos humanos de validez universal, mientras que las segundas apuntan a la insuficiencia de los derechos humanos para proteger la dignidad de las personas. En este artículo se intenta mostrar que las críticas externas son insostenibles, mas no ocurre lo mismo con las internas. Y es que si la idea de dignidad del ser humano sigue resultando plausible, los derechos humanos serán insuficientes para protegerla mientras no se orienten hacia la realización efectiva de la justicia, es decir, hacia la distribución igualitaria de la riqueza y el poder. Leer artículo completo

viernes, 13 de septiembre de 2013

La fundamentación de la moral y la ética del respeto igualitario en el pensamiento de Ernst Tugendhat

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ugendhat señala que la única forma de fundamentar racionalmente la moral consiste en que el individuo pueda ofrecer, tanto a los demás como a sí mismo, buenas razones para observar las normas morales, mientras que la fundamentación de las normas por sí mismas carece de sentido. Tugendhat considera que las normas morales están fundamentadas si son igualmente buenas para todos, pero reconoce que esta concepción moral debería ser asimismo fundamentada. Este segundo nivel de fundamentación lo afronta Tugendhat a través de su discusión con Habermas. Leer el artículo completo.

lunes, 27 de mayo de 2013

Paz, democracia y derechos humanos

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n su célebre opúsculo Hacia la paz perpetua, Kant trata de establecer las condiciones que a su juicio son necesarias para alcanzar una paz duradera. Kant entiende que la búsqueda de la paz es un deber de la razón pura práctica, pero que sólo es alcanzable jurídicamente; de ahí su empeño en elaborar una teoría jurídico-política que permita dilucidar la manera en que habrían de organizarse las sociedades humanas para lograr tal fin. Como ya hicieran otros autores antes que él, Kant adopta la perspectiva contractualista, y aunque con notables influencias tanto de Hobbes como de Rousseau, elabora su propia versión del contrato social. El punto de partida es, pues, el concepto de estado de naturaleza, que alude a la situación en la que vivían los hombres antes de que se instaurara el estado civil. Empero, no se trata de ningún período histórico, tal estado de naturaleza nunca existió, sino que es más bien una herramienta teórica, una hipótesis de trabajo, que le sirve a Kant para justificar la necesidad del Estado, al modo en que lo había hecho Hobbes, así como de ideal crítico desde el que denunciar las sociedades del momento, en clara interlocución con Rousseau. Leer el artículo completo.

lunes, 21 de noviembre de 2011

Capitalismo y democracia. La opción libertaria

En estos tiempos en los que nos hallamos inmersos en la algarada propia de los períodos electorales, cuando los ciudadanos se tornan en protagonistas por un día de la política, conviene recordar la necesidad de reinventar la democracia, de repensarla, pues a mi juicio, ésta de la que teóricamente nos hemos dotado en Occidente no es una democracia genuina. Es seguro que millones de seres humanos comparten en lo esencial esta reflexión, pues las miles de personas que cada año acuden a la cita del Foro Social Mundial que viene celebrándose desde hace una década, así como a los distintos foros regionales o temáticos, ya sea en representación de múltiples colectivos sociales de todo el mundo, ya sea de manera individual, así lo atestiguan. De hecho en la Carta de Principios del Foro Social Mundial se explicita su oposición al neoliberalismo y al dominio del mundo por el capital y se aboga por la búsqueda de alternativas en consonancia con el respeto a los derechos humanos y la práctica de una democracia verdadera.
También las manifestaciones en contra de la globalización neoliberal, que desde que comenzaron en Seattle en 1999 han venido sucediéndose por todo el mundo, constituyen una muestra más del descontento creciente por parte de amplios sectores de la ciudadanía con respecto a la expansión e intensificación del capitalismo y a la forma de organización política que lo legitima: la democracia liberal representativa. Ya en nuestros días, el movimiento 15-M representa la última expresión del rechazo de buena parte de los ciudadanos a esta suerte de matrimonio de conveniencia entre democracia y capitalismo. Y es que tras la última década del siglo XX la democracia, tal como la conocemos, ha entrado en un proceso de crisis de legitimidad, pues no cumple con las expectativas que cabría esperar de un sistema democrático, ni en lo que respecta a sus procedimientos ni en lo que respecta a sus contenidos.
Desde una perspectiva procedimental, es obvio que la democracia liberal representativa no satisface los requisitos mínimos que habría que exigir a cualquier sistema político para que éste pudiera ser calificado como democrático, pues sólo aquella comunidad en la que todos y cada uno de sus miembros participan activamente en la elaboración, o cuando menos aprobación, de las normas por las que ha de regirse tal comunidad puede ser, en rigor, tenida por democrática. Esto, que ya lo advertía Rousseau cuando afirmaba que los sujetos que obedecen normas que han sido elaboradas por otros permanecen en un estado de servidumbre, a menudo se pasa por alto de forma interesada y perversa, sobre todo por quienes se reservan o reivindican para sí la capacidad para legislar que en principio nos corresponde a todos.
Si atendemos a esta advertencia que con buen criterio realizaba Rousseau y posteriormente Kant, quien se expresó en similares términos a este respecto, deberíamos concluir que tras varios siglos de modernidad no hemos conseguido salir del estado de servidumbre ni acercarnos más a la utopía emancipadora que guió a los ilustrados y de la que la democracia liberal representativa es sin duda heredera. El hecho de que la máxima expresión democrática en el siglo XXI continúe siendo la elección de unos representantes cada cierto período de tiempo constituye una razón de peso para que la democracia liberal representativa adolezca en la actualidad de una fuerte crisis de legitimidad, pues su propia lógica interna impide que los ciudadanos participen en la elaboración de las normas que luego se ven obligados a cumplir. De este modo, la soberanía deja de recaer en el pueblo y reside únicamente en los parlamentarios, pues éstos, una vez que han sido elegidos, no mantienen ningún vínculo con sus administrados o, en el mejor de los casos, representados. Y es así como la democracia, en su acepción liberal representativa, se niega a sí misma.
Esta negación de la democracia, de los principios de la democracia, por el propio sistema democrático es la que le ha permitido asociarse con un sistema económico como el capitalismo que es por su propia naturaleza profundamente antidemocrático. Y es que si la democracia encuentra uno de sus pilares en el principio de igualdad entre los seres humanos, el capitalismo se basa precisamente en todo lo contrario, en la desigualdad, y de hecho se sustenta sobre la base de la explotación del hombre por el hombre. Esta convivencia entre la democracia liberal y el capitalismo nos lleva a otra de las razones por las que nuestro sistema democrático tiene serios problemas de legitimidad, ya que a nadie se le escapa que ni siquiera los representantes salidos de las urnas tienen capacidad para gobernar de forma autónoma, pues es el capital, cada vez más concentrado, el que en última instancia dictamina las directrices políticas que los gobernantes deben acatar. No obstante, a mi juicio sería un error pensar que los gobernantes son meros títeres, por tanto carentes de responsabilidad, en manos de los denominados poderes fácticos porque en realidad existe una connivencia entre los gobiernos nacionales y las grandes corporaciones transnacionales entre los que se da una relación de interdependencia. Y es que, a pesar de que entre las izquierdas se haya consolidado la tesis de que la economía tiene secuestrada a la política o que, sencillamente, el poder político está al servicio del poder económico, tengo para mí que en realidad el poder político y el poder económico son no sólo interdependientes sino que de hecho constituyen dos dimensiones de un mismo fenómeno, el poder, que ya Weber definió acertadamente como la capacidad de un individuo o grupo de individuos para imponer su voluntad a otro individuo o grupo de individuos. Y esto es algo que, al menos de modo implícito –y acaso inconscientemente- , ya estaba contenido en el lema de la manifestación convocada por la plataforma Democracia Real Ya que dio origen al movimiento 15-M. “No somos mercancías en manos de políticos y banqueros”, rezaba el lema de marras, y no “no somos mercancías en manos de los políticos que están sometidos a los banqueros”. Sea como fuere, lo que parece claro es que un orden social que debe cargar con este lastre adolece por fuerza de un gran déficit democrático.   
Más allá del modo en que en la democracia liberal representativa se sustrae a los ciudadanos su derecho a decidir y a tomar parte en los ámbitos de decisión política, es necesario tener en cuenta que la democracia no es sólo un sistema formal carente de contenidos, es decir, no debe ser únicamente un conjunto de procedimientos a partir de los cuales establecer la voluntad colectiva, sino que conlleva una serie de contenidos fundamentales que debe garantizar y sin los cuales la democracia, aun en el supuesto de que desde una perspectiva exclusivamente procedimental no fuese deficitaria, no tendría ningún sentido. Porque la democracia ha de ser ese espacio en el que converjan la libertad y la igualdad, para lo cual las cuestiones de procedimiento –la participación efectiva en la elaboración de las normas- son necesarias pero no suficientes. Las graves desigualdades sociales que genera el capitalismo son incompatibles con la plenitud de un sistema democrático; la responsabilidad de los países regidos por regímenes democráticos con respecto a las paupérrimas condiciones de vida de los países más pobres, que en mayor o menor medida agrupan a la inmensa mayoría de la humanidad, contribuye asimismo a restar legitimidad a la tantas veces laureada democracia liberal.  
Cierto es que en el Estado de bienestar instaurado en Europa tras la Segunda Guerra Mundial y hoy cuasi desmantelado por mor de las tendencias impuestas por el neoliberalismo rampante, estas desigualdades sociales fueron paliadas hasta cierto punto al menos en lo que a esa parte del mundo se refiere. La socialdemocracia ha constituido sin duda el mayor desarrollo de la democracia representativa pero, así y todo, las desigualdades sociales propias del capitalismo no desaparecen y los problemas de legitimidad siguen sin resolverse: el Estado de bienestar no resuelve las cuestiones relacionadas con la legitimidad del poder en cuanto a la participación ciudadana en los ámbitos de decisión política respecta; no da soluciones a la intervención de los poderes fácticos sobre las políticas gubernamentales; renuncia a la búsqueda de la justicia, si por ideal de sociedad justa entendemos la genuina sociedad sin clases, aquella  basada en la efectiva distribución igualitaria de la riqueza y del poder, y únicamente establece un sistema de mínimos, es decir, la protección social mínima para garantizar la paz social y mitigar el conflicto social que pudiera poner en peligro la continuidad del sistema, un conflicto social que, en cualquier caso, lejos de resolverse permanece latente hasta estos días en los que el preocupante incremento de las desigualdades sociales pudiera hacerlo aflorar de nuevo, como muestra la aparición del movimiento 15-M, que bien puede ser interpretado como una expresión pacífica del conflicto social.
A la luz los problemas de legitimidad expuestos hasta ahora, si sentimos la necesidad de repensar la democracia, no podemos obviar que para acercarnos a formas más genuinamente democráticas debemos superar el sistema capitalista en aras de la consecución de una mayor justicia. Así pues, repensar la democracia significa en buena medida repensar el socialismo y tras la terrible pero ilustradora experiencia soviética se me antoja que la construcción del socialismo debe realizarse desde una perspectiva netamente libertaria, pues sólo así se podrá construir un marco en el que socialismo y democracia se complementen.
Desde este libertarismo que propongo, se conciben la libertad y la igualdad como dos aspectos de una misma realidad, pues la una no puede existir sin la otra en el seno de la sociedad, y aunque analíticamente fueran discernibles, lo cierto es que en la práctica aparecen siempre juntas: cabría pensar una relación entre individuos iguales sin que ninguno de ellos gozara de libertad, pero, desde luego, es impensable una relación entre individuos libres si éstos no son iguales, sin que por ello se identifique igualdad con uniformidad, pues la diversidad es en sí misma un valor siempre que no atente contra los derechos humanos universales, por más que éstos sean insuficientes de cara a la consecución de la justicia.
En esta sociedad libertaria que se concibe como una comunidad de comunicación es lógico pensar que las normas necesarias para garantizar la convivencia pudieran ser establecidas mediante el consenso entre sus miembros, al cual habrían de llegar en virtud de la capacidad para deliberar de los mismos; pero igualmente lógico es pensar que difícilmente en una comunidad humana se pudiera llegar siempre a un acuerdo unánime. Es por ello que incluso en una comunidad de estas características, donde la participación de cada uno de los miembros en el momento de elaborar, o al menos aprobar, las normas fuera efectiva, los acuerdos normativos serían tomados generalmente por la mayoría, porque se me antoja impensable que no hubiera al menos uno de los integrantes que discrepara o estuviera en desacuerdo. Por esta razón, y pensando que un individuo o grupo no tiene derecho a imponer su voluntad sobre el resto, pues ésa es la forma más clara de autoritarismo conocida, pero que tampoco las mayorías tienen total legitimidad para imponerse sobre las minorías disidentes, entre otras cosas porque la regla de la mayoría no siempre funciona y porque existen principios fundamentales que no son susceptibles de ser sometidos a votación, considero que la mayor garantía para la libertad de los miembros de esta comunidad es que se dejase siempre abierta la vía del disenso.

jueves, 28 de abril de 2011

El sujeto frente a la filosofía de la sospecha

M
arx es el primer gran crítico de la modernidad, lo que le ha valido para ser considerado por Paul Ricoeur como uno de los tres grandes maestros de la sospecha, junto a Nietzsche y Freud. En efecto, tal como señala el filósofo francés, estos tres maestros de la sospecha contribuyeron, cada uno a su modo y desde diferentes perspectivas, a poner en tela de juicio la noción de sujeto característica de la filosofía moderna desde que Descartes expresara su celebérrimo cogito ergo sum. En rigor, tal idea había sido ya cuestionada por Hume, quien llevando las tesis empiristas hasta las últimas consecuencias, mostró su escepticismo incluso con respecto a la existencia del yo entendido como sujeto cognoscente. Y aunque de una manera no tan radical, el propio Kant discrepó de la idea cartesiana de sujeto, por más que acabara sustituyendo el yo del cogito por el sujeto trascendental. Tales diferencias en el seno de la modernidad son las que han llevado a Alain Renaut a sostener que la modernidad debe ser entendida en toda su pluralidad y que no se puede concebir la historia de la modernidad de manera lineal, pues en su seno coexisten diversos momentos, todos igualmente modernos, y, sin embargo, dispares entre sí, como el momento racionalista, el momento empirista y el momento criticista[1]. Pero lo que diferencia a los maestros de la sospecha de los anteriores, es que lo que van a poner en tela de juicio es, sobre todo, la idea de autonomía inherente al sujeto, la idea netamente moderna de que el hombre, dotado como está de razón, pueda ser no sólo sujeto de conocimiento, sino dueño de sí mismo, de la naturaleza y de la historia. Marx inicia este desenmascaramiento del sujeto al revelar el peso de las estructuras socioeconómicas y de la historia sobre la conciencia de los individuos, Nietzsche nos muestra cómo las normas y valores morales, lejos de estar racionalmente fundamentadas, se sustentan en realidad en la voluntad de poder y Freud señala cuán lejos está el hombre de ser el dueño de sí mismo, pues la voluntad de los individuos vendría a estar en última instancia determinada por su inconsciente.
La crítica de Marx al ideal moderno de autonomía se deriva de la inversión de la dialéctica de Hegel y de su concepción materialista de la historia. En efecto, el punto de partida en el análisis de la sociedad y de la historia son “los individuos reales, su acción y sus condiciones materiales de vida, tanto aquellas con que se han encontrado como las engendradas por su propia acción”.[2] Y es que, para Marx, el rasgo distintivo del ser humano no es tanto la conciencia como el trabajo, la producción: “Podemos distinguir al hombre de los animales por la conciencia, por la religión o por lo que se quiera. Pero el hombre mismo se diferencia de los animales a partir del momento en que comienza a producir sus medios de vida, paso éste que se halla condicionado por su organización corporal. Al producir sus medios de vida, el hombre produce indirectamente su vida material”.[3] Esta producción de la vida material es elevada a modo de vida en la concepción marxiana, y ello en el sentido más pleno de la expresión, pues tal modo de vida se revela determinante para la constitución del ser del hombre, ya que, en definitiva, los hombres no son otra cosa que lo que producen. “Tal y como los individuos manifiestan su vida, así son. Lo que son coincide, por consiguiente, con su producción, tanto con lo que producen como con el modo cómo producen. Lo que los individuos son depende, por tanto, de las condiciones materiales de su producción”.[4] Las relaciones entre los individuos, las relaciones sociales, dependen pues del proceso de producción hasta el punto de que la propia organización social y el Estado se erigen sobre la base real de la sociedad, es decir, sobre el modo de producción de los medios materiales de vida y no, como sostiene la concepción idealista de la historia, sobre las ideas, pensamientos o representaciones de sí mismos que tengan los seres humanos. Éstas son siempre producciones de los hombres, mas de “los hombres reales y actuantes, tal y como se hallan condicionados por un determinado desarrollo de sus fuerzas productivas y por el intercambio que a él corresponde, hasta llegar a sus formaciones más amplias. La conciencia no puede ser nunca otra cosa que el ser consciente, y el ser de los hombres es su proceso de vida real […]. También las formaciones nebulosas que se condensan en el cerebro de los hombres son sublimaciones necesarias de su proceso material de vida, proceso empíricamente registrable y sujeto a condiciones materiales. La moral, la religión, la metafísica y cualquier otra ideología y las formas de conciencia que a ellas corresponden pierden, así, la apariencia de su propia sustantividad. No tienen su propia historia ni su propio desarrollo, sino que los hombres que desarrollan su producción material y su intercambio material cambian también, al cambiar esta realidad, su pensamiento y los productos de su pensamiento. No es la conciencia la que determina la vida, sino la vida la que determina la conciencia”.[5]
Puesto que los procesos de producción llevan siempre aparejados formas de cooperación entre los individuos inmersos entre tales procesos, es decir, dado que para cualquier modo de producción existe un modo de relaciones sociales que es a su vez considerado como una fuerza productiva, y puesto que, como acabamos de ver, los cambios en los modos de producción no pueden ser explicados a partir de los cambios ideológicos porque, antes bien, son éstos los que se explican a partir de aquéllos, resta por esclarecer cuál es la razón por la que, en el curso de la historia, los hombres pasan de un modo de producción a otro, con los consiguientes cambios en las formas de organización política y en las percepciones ideológicas que de tal evolución de los modos de producción se derivan. Y esta razón la halla Marx en las contradicciones que se dan entre las relaciones sociales y las fuerzas productivas, contradicciones que tienen su origen en la división del trabajo, la cual, a su vez, es un producto del desarrollo social, del aumento de la producción, del incremento de las necesidades y del crecimiento de la población. Con la división del trabajo aparece la propiedad, que no es sino la forma jurídica de la distribución desigual, tanto cuantitativa como cualitativamente, del trabajo, así como de los bienes producidos, y con ella se genera la gran contradicción entre los intereses individuales y colectivos. Por mor de la división del trabajo, los hombres se ven obligados a realizar un número reducido de actividades que les sirven de medio de vida, pero que no pueden dejar de llevar a cabo ni pueden sustituir por otras. De este modo, los hombres se ven dominados por el producto de su trabajo y tal dominio se halla a la base del poder del Estado que, en el fondo, no es sino el instrumento mediante el cual la clase dominante, en un determinado momento histórico, impone sus intereses como si fueran constitutivos del interés común, aun cuando vayan en contra de los intereses reales individuales y colectivos. “Esta plasmación de las actividades sociales –escriben Marx y Engels-, esta consolidación de nuestros propios productos en un poder material erigido sobre nosotros, sustraído a nuestro control, que levanta una barrera ante nuestra expectativa y destruye nuestros cálculos, es uno de los momentos fundamentales que se destacan en todo el desarrollo histórico anterior, y precisamente por virtud de esta contradicción entre el interés particular y el interés común, cobra el interés común, en cuanto Estado, una forma propia e independiente, separada de los reales intereses particulares y colectivos y, al mismo tiempo, como una comunidad ilusoria, pero siempre sobre la base real de los vínculos existentes, […] y, sobre todo, como más tarde habremos de desarrollar, a base de las clases, ya condicionadas por la división del trabajo, que se forman y diferencian en cada uno de estos conglomerados humanos y entre las cuales hay una que domina sobre todas las demás”.[6] Por todo ello, Marx concluye que todas las luchas supuestamente ideológicas que se puedan producir dentro del Estado son en realidad las formas aparentes de la única y real confrontación que se da en el seno de la sociedad: la lucha de clases. Y que cualquier clase que pretenda hacerse con la hegemonía e imponer su dominio a las demás clases debe conquistar el poder político. En palabras del propio Marx, “todas las luchas que se libran dentro del Estado, la lucha entre la democracia, la aristocracia y la monarquía, la lucha por el derecho de sufragio, etc., no son sino las formas ilusorias bajo las que se ventilan las luchas reales entre las diversas clases […]. Y se desprende, asimismo, que toda clase que aspire a implantar su dominación, aunque ésta, como ocurre en el caso del proletariado, condicione en absoluto la abolición de toda forma de la sociedad anterior y de toda dominación en general, tiene que empezar conquistando el poder político, para poder presentar su interés como el interés general, cosa a que en el primer momento se ve obligada”.[7]   
La lucha de clases es pues el motor de la historia y ésta, a tenor de lo expuesto por Marx, parece evolucionar siguiendo sus propias leyes, al margen de la voluntad de los hombres. Son las condiciones objetivas, las contradicciones en las relaciones sociales de producción, las que generan el paso de un modo de producción a otro y no el mero deseo de los hombres. La posición de Marx parece clara cuando señala que para acabar con la enajenación, para que los individuos puedan echar abajo ese poder social que se les presenta en la forma del Estado, que no sólo es siempre ajeno a ellos sino que incluso dirige su voluntad, es necesario que se den dos requisitos: la existencia de una gran masa desposeída que ha de constituirse en sujeto revolucionario y el desarrollo de las fuerzas de producción. Si no se dan estas dos condiciones, no es posible que se produzca la transformación social, que, como decimos, depende menos de la voluntad de los hombres que del propio curso de la historia. “Para nosotros –escriben Marx y Engels-, el comunismo no es un estado que debe implantarse, un ideal al que haya de sujetarse la realidad. Nosotros llamamos comunismo al movimiento real que anula y supera el estado de cosas actual”.[8]  
Esta concepción de la historia como un proceso universal cuyo curso no responde a la voluntad subjetiva de los hombres, sino a leyes objetivas es afirmada con mayor rotundidad por Engels en el prólogo a la tercera edición alemana de El dieciocho brumario de Luis Bonaparte, donde el amigo y benefactor de Marx atribuye a éste el logro de haber descubierto la ley fundamental que rige el curso de la historia: “Fue precisamente Marx -escribe Engels- el primero que descubrió la gran ley que rige la marcha de la historia, la ley según la cual todas las luchas históricas, ya se desarrollen en el terreno político, en el religioso, en el filosófico o en otro terreno ideológico cualquiera, no son en realidad sino la expresión más o menos clara de luchas entre clases sociales, y que la existencia y, por tanto, también los choques de estas clases están condicionados, a su vez, por el grado de desarrollo de su situación económica, por el modo de su producción y su cambio, condicionado por ésta. Dicha ley, que tiene para la historia la misma importancia que la ley de la transformación de la energía para las ciencias naturales, fue también la que dio aquí la clave para comprender la historia de la segunda República francesa”. El propio Marx se muestra mucho más comedido cuando en la obra de marras, que bien puede ser considerada como la aplicación del materialismo histórico al estudio de un caso concreto, concede a los hombres la facultad para crear su historia, por más que para ello deban soportar el peso de las realizaciones históricas de sus antecesores: “Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen arbitrariamente, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo circunstancias directamente dadas y heredadas del pasado. La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos”.[9]  Mas por mucho que Marx deje abierta la posibilidad de que los seres humanos sean agentes de la historia, lo cierto es que el abandono de la dialéctica hegeliana, o más exactamente su traslación del plano ideológico al plano de las condiciones materiales, no parece tener vuelta atrás. Y esta encarnación de la dialéctica en el mundo material implica que sean las relaciones de producción las que generen las formas ideológicas y no, como se entendía en la filosofía moderna hasta Hegel, al revés. Las formas del Estado, las construcciones intelectuales, políticas, religiosas, estéticas, en definitiva, las concepciones ideológicas de cualquier índole, ya no pueden ser explicadas como las diferentes fases de la evolución dialéctica del espíritu, sino que encuentran su raíz en las condiciones materiales de existencia, más concretamente, en la contradicción que se da siempre entre las fuerzas de producción y las relaciones de producción. Y esto lo manifiesta Marx con claridad cuando expone sus conclusiones generales tras los años dedicados al estudio de la economía política: “El resultado general al que llegué y que, una vez obtenido, me sirvió de guía para mis estudios, puede formularse brevemente de este modo: en la producción social de su existencia, los hombres entran en relaciones determinadas, necesarias, independientes de su voluntad; estas relaciones de producción corresponden a un grado determinado de desarrollo de sus fuerzas productivas materiales. El conjunto de estas relaciones de producción constituye la estructura económica de la sociedad, la base real, sobre la cual se eleva una superestructura jurídica y política y a la que corresponden formas sociales determinadas de conciencia. El modo de producción de la vida material condiciona el proceso de vida social, política e intelectual en general. No es la conciencia de los hombres la que determina la realidad; por el contrario, la realidad social es la que determina su conciencia”.[10] Y son precisamente estas contradicciones en la base material de las sociedades, las que se dan entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción, las que originan no sólo toda la superestructura sino también los cambios que hacen que en la historia de la humanidad se puedan distinguir diferentes etapas, las cuales, obviamente, se corresponden con los distintos modos de producción identificados por Marx, aunque más bien habría que decir que cada uno de estos modos de producción constituye una fase de la historia. “Durante el curso de su desarrollo, las fuerzas productoras de la sociedad entran en contradicción con las relaciones de producción existentes, o, lo cual no es más que su expresión jurídica, con las relaciones de propiedad en cuyo interior se habían movido hasta entonces. De formas de desarrollo de las fuerzas productivas que eran, estas relaciones se convierten en trabas de estas fuerzas. Entonces se abre una era de revolución social. El cambio que se ha producido en la base económica trastorna más o menos lenta o rápidamente toda la colosal superestructura. […] Esbozados a grandes rasgos, los modos de producción asiáticos, antiguos, feudales y burgueses modernos pueden ser designados como otras tantas épocas progresivas de la formación social económica. Las relaciones burguesas de producción son la última forma antagónica del proceso de producción social, no en el sentido de un antagonismo individual, sino de un antagonismo que nace de las condiciones sociales de existencia de los individuos; las fuerzas productoras que se desarrollan en el seno de la sociedad burguesa crean al mismo tiempo las condiciones materiales para resolver este antagonismo. Con esta formación social termina, pues, la prehistoria de la sociedad humana”.[11] La historia de la humanidad habría de empezar, cómo no, con la instauración del comunismo, que, como ya hemos señalado, nada tiene que ver con el deber ser, sino que es el modo de producción hacia el que avanza la evolución dialéctica y materialista de la historia.
Al entender la conciencia como un producto social, como derivada de la base real de la sociedad; al concebir la historia como regida por una ley fundamental, la lucha de clases, Marx pone en tela de juicio la idea de sujeto propia de la modernidad, pues el propio hombre aparece como un producto de las grandes estructuras sociales y de los procesos históricos. Obviamente, nos servimos ahora de la lectura más antihumanista de Marx, para mostrar su lado más crítico no ya contra el modo de producción capitalista, sino contra el proyecto moderno en general. Pues aunque haya habido otras interpretaciones, acaso más plausibles, que nos presentan a un Marx más comprometido con los ideales del humanismo, lo que nos interesa para el objeto de este trabajo no es cuál de las lecturas de Marx es la correcta, en el sentido de cuál es la más fiel al genuino pensamiento de Marx; lo que nos interesa es destacar que es posible realizar una lectura de Marx en clave determinista. En efecto, esta lectura no sólo es posible sino que de hecho ha sido realizada por el marxismo estructural, con mayor o menor acierto, y además constituye la antesala de la proclamación postestructuralista de la muerte del hombre y de la eclosión del pensamiento postmoderno que a la postre ha devenido pensamiento postmoderno neoliberal. Así como Marx pensaba que las condiciones materiales de existencia de las relaciones sociales propias del comunismo se hallaban ya incubadas en el seno del modo de producción capitalista, podemos nosotros decir que en el interior de su crítica al capitalismo se encuentra el germen que ha hecho posible, a partir de una interpretación determinista de su pensamiento, la erección del neoliberalismo postmoderno como pensamiento único propio de la globalización del siglo XXI.   
Por lo demás, el propio Marx es ciertamente ambiguo con respecto a la cuestión de si el hombre puede ser o no sujeto de la historia, es decir, si podemos entender la historia como un proceso dirigido por los hombres o si, por el contrario, su curso es ajeno a la voluntad humana. En cualquier caso, el debate en torno a cuál es el genuino pensamiento de Marx sólo puede preocupar a quienes pretendan hacer una lectura escolástica de su obra, mas para quienes carezcamos de un interés de este tipo, lo verdaderamente importante del pensamiento de Marx, como de cualquier otro autor, estará constituido por aquellos elementos que consideremos que pueden ser aprovechables para el desarrollo del pensamiento crítico actual. Y en este sentido, para quienes seguimos militando por la causa de la autonomía del sujeto, por la inalienable libertad del individuo, el Marx humanista habrá de parecernos no el más auténtico, pero sí, desde luego, el mejor Marx.  Y este Marx humanista no sólo aparece en los escritos tempranos, pues también en las obras de su madurez podemos rastrear muestras del interés de Marx en el hombre. Porque aunque el padre del socialismo científico se centrara en el análisis de las grandes estructuras sociales, la razón última de su trabajo eran los hombres, los individuos concretos; porque por más que el objeto de estudio de sus investigaciones fueran las clases sociales siempre envueltas en luchas o el curso de la historia, el Leitmotiv de su imponente programa intelectual no era otro que la liberación humana. Es por ello por lo que Marx sigue inmerso en el paradigma de la modernidad, pues éste encuentra su centro precisamente en la idea de la emancipación. Y es que, el objetivo del viejo Marx no era otro que la instauración del comunismo, un modo de producción con el que la humanidad entraría por fin en la historia –hasta entonces había permanecido en la prehistoria-, una vez que hubiese sido abolida toda forma de dominación, erradicada la enajenación y alienación y que, por tanto, los hombres pudieran desarrollar todo su potencial y llegaran al cabo a ser auténticos hombres.
El segundo de los grandes maestros de la sospecha es Nietzsche, el gran martillo de la filosofía tradicional, quien ya desde sus primeras obras dirige su pensamiento hacia la demolición de las bases de la cultura occidental. Al margen de si Nietzsche consigue o no romper con la metafísica tal como ésta había venido desarrollándose desde los tiempos de Sócrates, lo que no ofrece dudas es su pretensión de llevar a cabo esa ruptura radical[12]. La gran crítica nietzscheana arranca con la revisión de la cultura occidental a partir de dos conceptos propios de la estética que impregnan todas las esferas de lo humano: lo apolíneo y lo dionisíaco[13]. El primero, en clara referencia al dios Apolo, alude a la belleza, la claridad, la nitidez, la mesura, el equilibrio, el orden, la medida, lo trascendente, lo eterno, lo inmutable… en definitiva: lo racional; el segundo se refiere al dios Dionisos y, por tanto, nos remite a todo lo contrario, a saber, la oscuridad, el desorden, el desenfreno, la desmesura, lo caótico, lo tenebroso, lo confuso, lo inmanente, lo contingente, lo efímero, lo pasional, lo irracional, lo que no permanece, lo cambiante, lo que fluye… el devenir. Estos dos caracteres opuestos, en continua lucha, se necesitan y estimulan mutuamente y por ello son la esencia de todo arte auténtico y, lo que es más importante, representan las dos tendencias inherentes a los hombres, al sentido trágico de la existencia humana. En opinión de Nietzsche, sólo los hombres que sepan hacer confluir en sus vidas estos dos caracteres podrán alcanzar la plenitud, tal como la alcanzaran los antiguos griegos antes de la inversión llevada a cabo por Sócrates mediante el sometimiento de lo dionisíaco a lo apolíneo. Sócrates es pues para Nietzsche el gran traidor, el artífice de la escisión, el iniciador de la decadencia en la que consiste toda la historia de la cultura occidental, al anteponer lo apolíneo frente a lo dionisíaco, al poner la vida en función de la razón, del logos que desde entonces ha venido sirviendo de fundamento de la voluntad y de la libertad. Sócrates inicia un proceso que consolidará su más conspicuo discípulo, Platón: la percepción metafísica de la realidad según la cual el mundo del devenir, cambiante, no es real, es sólo apariencia, imagen o representación del mundo verdadero, suprasensible, enteramente racional, trascendente, inmutable, eterno. Sobre esta separación entre el mundo verdadero y el de las apariencias, una vez recogida y matizada por la tradición judeocristiana, se levantarán la religión y la moral occidental, pues, en última instancia, tanto una como otra se hallan ancladas en la metafísica y, de hecho, la idea de Dios aparece como la idea suprema del mundo de las ideas, pues en la idea de Dios se concentran las ideas de Verdad, Bien y Belleza. Por ello no es de extrañar que todo el programa destructor de Nietzsche tenga como punto de partida la muerte de Dios.
“Cuando Zarathustra estuvo solo –escribe Nietzsche-, vino a decirle a su corazón: ‘¿Será posible? Ese santo varón, metido ahí en su bosque, ¡no ha oído aún que Dios ha muerto!”.[14] Con esta sentencia Nietzsche realiza un ataque frontal a la religión predominante en Occidente y nos remite al descrédito total en el que ha caído el dios de los cristianos. Pero la muerte de Dios representa mucho más que la inmersión de los hombres en un estado de ateísmo: supone asimismo el ocaso de la metafísica y el fin de una moral que se halla indefectiblemente unida a la distinción entre el mundo aparente y el mundo verdadero, entre el mundo sensible y el suprasensible, pues los valores morales, o bien proceden directamente de Dios, o bien están fundados en la razón, y tanto uno como otra se circunscriben al ámbito de lo inteligible. Y es que Dios es el fundamento y principio del mundo, la razón última en la que se sustenta no sólo la religión, sino también la metafísica y la moral. De ahí que, muerto Dios, no tenga ya ningún sentido seguir distinguiendo entre dos mundos y que los valores morales dejen de tener validez por carecer de fundamento. “Antaño, los crímenes contra Dios eran los máximos crímenes, la blasfemia contra Dios era la máxima blasfemia. Pero Dios ha muerto, y con él han muerto esas blasfemias y han desaparecido esos delitos. Hogaño el crimen más terrible es el crimen contra la tierra; es decir, poner por encima del sentido de la tierra las entrañas de lo incognoscible”.[15] La muerte de Dios abre las puertas al nihilismo, que en su sentido negativo hace referencia al proceso de decadencia en que consiste la historia de la cultura occidental, iniciada por Sócrates, desarrollada por Platón y exaltada por la tradición judeocristiana, una historia que es en sí misma decadente y nihilista por despreciar los valores de la vida, por ir en contra del sentido de la tierra en nombre de unos falsos valores que se fundamentan en un más allá igualmente falso e inexistente. Y una cultura decadente como ésta sólo podía culminar su historia aniquilándose a sí misma; el final de esta historia de la decadencia es la destrucción de todos los valores acaecida tras la muerte de Dios. Pero el nihilismo presenta también un sentido positivo, pues sólo después de la muerte de Dios, únicamente cuando han desaparecido todos los valores negadores del sentido de la tierra, pueden surgir los nuevos valores afirmadores de la vida. La muerte de Dios es la condición de posibilidad de que se produzca esta transvaloración, esta transmutación de los valores, y ése es el sentido positivo del nihilismo.
¿Y quién será aquél capaz de llevar a cabo la transvaloración? No será otro que el superhombre, el único que está en disposición de romper las viejas tablas de valores y crear una nueva tabla de valores, el que está dotado de voluntad de poder, expresión del devenir y el impulso vital, de la actitud activa, creadora y espontánea ante la vida. La noción de superhombre, pues, nada tiene que ver con una concepción biológica, antes bien, se trata de un concepto moral, porque, como acabamos de decir, el superhombre es el que realiza la transmutación de los valores, el que rompe con los viejos valores y se da a sí mismo unos radicalmente nuevos. Pero estos nuevos valores, para cuya creación ha sido necesaria la muerte de Dios, es obvio que ya no podrán encontrar su fundamento en la razón, pues de lo que se trata precisamente es de sustituir la ética del deber ser, que alcanza su máxima expresión en el racionalismo kantiano, por una ética de la voluntad. En este sentido, dice Nietzsche en boca de Zarathustra: “¿Cuál es ese gran dragón a quien el espíritu no quiere seguir llamando señor o Dios? Ese gran dragón no es otro que el ‘tú debes’. Frente al mismo, el espíritu del león dice: yo quiero”.[16] Ahora bien, el superhombre nietzscheano no va a crear los valores de manera arbitraria, pues tendrá a la vida como criterio último para distinguir los valores positivos de los negativos: estos últimos son los propios de la religión y la moral occidental, valores que niegan la vida, que hallan su fundamento en el mundo suprasensible, que han sido creados por los débiles para enmascarar su incapacidad de vivir, valores que, en definitiva, constituyen lo que Nietzsche llama una moral de esclavos. Frente a ésta, se levanta la moral de los señores[17], constituida por valores que afirman la vida, que van en concordancia con el sentido de la tierra y son, pues, los propios del superhombre: “El Superhombre es el sentido de la tierra. Que vuestra voluntad diga: ¡sea el Superhombre el sentido de la tierra!”.[18]
En definitiva, la crítica nietzscheana a la modernidad se halla enmarcada en su ataque a la totalidad de la cultura occidental, pues al arremeter contra la metafísica niega la existencia de ningún otro mundo distinto al mundo sensible, y con ello sucumbe el fundamento tanto de la religión como de la moral. Los valores, por tanto, ya no pueden estar fundamentados en la razón, porque ésta estaba adscrita al ámbito de lo suprasensible, de lo inteligible, de lo que según Nietzsche no es más que pura invención. Invención que además fue hecha precisamente para dar validez a la moral de los débiles, de los resentidos contra la vida, en detrimento de los fuertes, de los que dicen sí a la vida. Y este pensamiento demoledor se condensa en cuatro tesis que son ciertamente esclarecedoras:
Primera tesis. Las razones por las que ‘este’ mundo ha sido calificado de aparente fundamentan, antes bien, su realidad, - otra especie distinta de realidad es absolutamente indemostrable.
Segunda tesis. Los signos distintivos que han sido asignados al ‘ser verdadero’ de las cosas son los signos del no-ser, de la nada, - poniéndolo en contradicción con el mundo real es como se ha construido el ‘mundo verdadero’: un mundo aparente de hecho, en cuanto es meramente una ilusión óptico-moral.
Tercera tesis. Inventar fábulas acerca de ‘otro’ mundo distinto de éste no tiene sentido, presuponiendo que en nosotros no domine un instinto de calumnia, de empequeñecimiento, de recelo frente a la vida: en este último caso tomamos venganza de la vida con la fantasmagoría de ‘otra’ vida distinta de ésta, ‘mejor’ que ésta.
Cuarta tesis. Dividir el mundo en un mundo ‘verdadero’ y en un ‘mundo aparente’, ya sea al modo del cristianismo, ya sea al modo de Kant (en última instancia, un cristiano alevoso), es únicamente una sugestión de la décadence, - un síntoma de vida descendente”.[19]
Por su ataque frontal a la razón y al sujeto es por lo que Nietzsche puede ser considerado como el primer postmoderno. Y es que, sin necesidad de llegar tan lejos, Nietzsche es un claro predecesor de todos esos filósofos que hacen hincapié en la imposibilidad de fundamentar racionalmente la moral, que reivindican una suerte de individualismo no subjetivista y ponen el énfasis en la diferencia y la inconmensurabilidad de los discursos, que apuestan por el relativismo moral frente al universalismo moderno, que entienden que los valores morales sólo pueden fundamentarse en las prácticas sociales, es decir, que son éstas las que les proporcionan su legitimidad y validez. Nietzsche es pues el antecesor –si es que no el primero- de esos filósofos que consideran la modernidad un proyecto caduco y afirman que estamos inmersos en una nueva era: la postmodernidad.
Y, sin embargo, es precisamente otro de los inspiradores de los filósofos postmodernos quien acusa a Nietzsche de permanecer anclado a la metafísica de la subjetividad, por más que éste quisiera romper radicalmente con ella. En efecto, el último Heidegger señala que Nietzsche no consigue escapar al subjetivismo moderno por seguir manteniendo una actitud axiológica, por seguir instalado en el pensar valorativo, lo cual le impide superar el nihilismo. En opinión de Heidegger, la filosofía de Nietzsche, lejos de ser el detonante del fin del subjetivismo moderno, representa su consumación, pues al entender al hombre como voluntad de poder se pone el énfasis en la capacidad creadora del ser humano y se incurre en el mismo error en el que ha venido cayendo toda la filosofía occidental desde Sócrates: el olvido del ser.  La superación del nihilismo, a juicio de Heidegger, requiere abandonar la valoración, pues el valor supone la degradación del ser: “El ser se ha convertido en valor. La estabilidad de la permanencia de las existencias es una condición necesaria, planteada por la propia voluntad de poder, del aseguramiento de sí misma. Ahora bien, ¿puede estimarse más al ser que de este modo, elevándolo expresamente a valor? Lo que pasa es, que desde el momento en que el ser recibe la dignidad de valor, se le ha rebajado al nivel de una condición planteada por la propia voluntad de poder. Previo a esto, en la medida en que es estimado y dignificado en general, se le ha arrebatado al propio ser la dignidad de su esencia. Si el ser de lo ente recibe el sello del valor y si, con ello, su esencia queda sellada, entonces, dentro de esta metafísica, o lo que es lo mismo, dentro de la verdad de lo ente como tal durante esta época, se ha borrado todo camino hacia la experiencia del propio ser. […] Pero no hay que olvidar que Nietzsche concibe la metafísica de la voluntad de poder precisamente como superación del nihilismo. En verdad, mientras el nihilismo sólo sea entendido como la desvalorización de los valores supremos y la voluntad de poder como el principio de la transvaloración de todos los valores a partir de una nueva instauración de valores supremos, la metafísica de la voluntad de poder será una superación del nihilismo. Pero en esta superación del nihilismo queda elevado a principio el pensamiento según valores.
Pero si, con todo, el valor no le permite al ser que sea el ser que es en cuanto ser mismo, esta supuesta superación será, ante todo, la consumación del nihilismo. […] Pero si, pensando en relación con el propio ser, el pensamiento que piensa todo según valores es nihilismo, entonces hasta la experiencia de Nietzsche del nihilismo –la de que se trata de la desvalorización de los valores supremos- es nihilista”.[20]
Heidegger se halla bien lejos de pretender la reivindicación del sujeto, mas la interpretación heideggeriana del nihilismo nietzscheano nos revela cuán difícil ha de resultar la liquidación del sujeto, tantas veces aclamada por los adalides de la postmodernidad. Y es que, siguiendo a Heidegger, lo característico de la modernidad es precisamente que el hombre se pone a sí mismo en el centro y actúa sobre lo ente siempre desde un sistema de valores que es subjetivo. Lo mismo da, para Heidegger, que esos valores se pretendan fundamentados –ya sea en Dios, la tradición o la razón- o se entiendan como provenientes del propio y simple querer, de la voluntad sin más. Pero independientemente de si Nietzsche consigue o no escapar a la metafísica de la subjetividad, lo que nos interesa ahora es indagar sobre las consecuencias que extrae Nietzsche de la muerte de Dios, del ocaso de la metafísica. Pues aunque ciertamente Kant entendiera la razón como perteneciente al ámbito del mundo inteligible, tengo para mí que asumir la muerte de Dios no nos obliga a arrumbar a la razón. Y es que siempre podríamos preguntarnos por qué asumimos unos valores y no otros, a lo que sólo cabría dar razones como respuesta. Incluso en el caso de Nietzsche, donde la afirmación de la vida aparece como el criterio para distinguir los valores positivos de los negativos, cabría preguntarse por la validez de tal criterio, es decir, podríamos preguntarnos por qué razón o razones habríamos de asumir tal criterio como pertinente a la hora de establecer nuestra tabla de valores. Por lo demás, parece obvio que Nietzsche no consigue, a su pesar, situarse más allá del bien y del mal, sino que sólo acierta a condenar la caracterización hecha por la cultura occidental sobre lo bueno y lo malo y la sustituye por otra, la que, como ya hemos dicho, tiene a la vida como criterio para distinguir lo bueno de lo malo. En este sentido, no parece tampoco nada claro que Nietzsche consiga sustituir el deber por el querer, ya que, en última instancia, concibe la afirmación de la vida como un deber y es tal concepción la que se halla a la base de su condena a los valores de los que él llama resentidos contra la vida. Además, sublimar una voluntad totalmente apartada de la razón no parece que tenga mucho sentido, pues el verdadero querer no puede ser el de las inclinaciones inmediatas, sino que es, antes bien, un querer racional, un querer que sin estar determinado por la razón a la manera kantiana, está sin embargo basado en razones.[21]     
 Si Marx había cuestionado la idea moderna de sujeto al poner el acento en las grandes estructuras sociales, al identificar a la lucha de clases con el motor de la historia y, en definitiva, al señalar que son las condiciones materiales de existencia las que determinan la conciencia, las implicaciones de la concepción de Freud de la estructura de la mente sobre la metafísica de la subjetividad son aún más radicales. En efecto, tanto su temprana división de la mente en el consciente y el subconsciente, área ésta en donde se integran el preconsciente y el inconsciente, como su posterior estructuración en el yo, el ello y el súper-yo, nos alejan de la idea del hombre como un sujeto autónomo que dirige libremente su voluntad.
En la terminología freudiana, el consciente hace referencia a aquella zona de la mente mediante la cual el individuo aprehende la realidad, tanto la exterior a él como la interior. El consciente, pues, es el lugar donde se ubica la concepción del mundo y la idea de sí mismo que tiene el sujeto y es, por tanto, el que le proporciona al hombre una idea clara de su posición en el mundo, así como una identidad durante toda su historia vital. El subconsciente, como hemos dicho, abarca tanto al preconsciente como al inconsciente. El primero se sitúa entre el inconsciente y el consciente y es el espacio en el que se encuentran aquellos recuerdos que el individuo no tiene presentes en la consciencia, pero que en cualquier momento puede llevar al consciente si así lo desea, es decir, que puede tener conciencia de ellos siempre que quiera. El segundo, el más importante para el asunto que nos ocupa, es el lugar donde quedan registrados un montón de recuerdos que el individuo es incapaz de elevar a la consciencia. Allí habitan los deseos reprimidos, todo lo instintivo del ser humano, que se rige por el principio del placer que muchas veces está en contradicción con el principio de realidad. El inconsciente es ilógico, pues es ajeno al principio de no contradicción; atemporal, el tiempo no rige para él; incapaz de realizar abstracciones, siempre apunta a lo concreto; primitivo y ancestral, pues para él no existe el término medio y los sentimientos que le provocan otros seres son siempre radicales; y mágico, en el sentido de que constituye en su seno unidades cerradas uniendo elementos que o bien guardan algún parecido, o bien han estado en contacto. Todo este mundo escondido, que subyace a la consciencia del individuo, influye de manera decisiva en su vida, pues presiona sobre el consciente y emerge al exterior a través de las decisiones que el sujeto cree tomar libre y conscientemente y que, en última instancia, vienen determinadas por el inconsciente. Así, pues, la existencia del inconsciente cuestiona radicalmente la idea moderna de un sujeto autónomo y convierte a la autoconciencia en un fenómeno engañoso. Y tal sujeto, despojado de su autoconciencia y de su autonomía, desposeído de su propia voluntad y dominado por sus impulsos irracionales, aparece incapaz de ser dueño de sí mismo, no digamos ya de la naturaleza y de la historia.[22]
La segunda caracterización de la mente humana ofrecida por Freud, la que divide a ésta en el yo, el ello y el súper-yo, no es menos demoledora con respecto a la noción de sujeto que la que acabamos de abordar. Aquí es el ello el que comprende todo lo desconocido de la psique, la parte instintiva del ser humano. Al igual que el inconsciente, el ello es primitivo, ilógico, amoral, atemporal, se rige por el principio del placer y está siempre presente en la vida del individuo pese a que éste no sea consciente de tal presencia. Sin embargo, aunque es obvio que el ello está estrechamente relacionado con el inconsciente, no llega a identificarse con él, pues éste también abarca algunas partes del súper-yo, e incluso del yo. Del ello emana el yo, el cual está situado en una esfera superior. El yo surge a raíz del contacto del ello con el mundo social, de las exigencias de la vida cotidiana en sociedad. Puesto que la función principal del yo es asegurar la propia conservación, éste se rige por el principio de realidad, es decir, vigila que las acciones del sujeto no pongan en peligro su supervivencia. De ahí que sea el encargado de controlar al ello, de frenarlo cuando sus impulsos, siempre regidos por el principio del placer, puedan ir contra la vida del individuo. El yo, por tanto, ha de tomar conciencia de la realidad para poder ejercer este papel de censor de los deseos contraproducentes del ello, rol que motivará el surgimiento de la esfera superior de la mente: el súper-yo. El súper-yo, por tanto, tiene su origen en el yo y se constituye en el proceso de socialización consistente en la asimilación de los valores y de la cultura. Aunque es ilógico, el súper-yo es moral, se rige por el principio del bien, presiona al yo para que éste ejerza la represión y la censura y genera los sentimientos de culpa y la autocrítica. En el súper-yo es, pues, donde se halla ubicada la conciencia moral así como el ideal del yo, que es la imagen que el individuo tiene de sí mismo.
La concepción del hombre que mantiene Freud es la de un ser en continua tensión puesto que el hombre no es sino el resultado del conflicto constante entre las pulsiones biológicas, instintivas, y la cultura, que es siempre represiva. Y tiene que serlo por fuerza porque la naturaleza instintiva de los seres humanos trasciende el mero principio del placer y se halla atravesada por el principio de agresión. La agresión, la propensión a la destrucción, se encuentra fuertemente anclada a lo más primitivo de lo humano, está enraizada en el ello y el inconsciente de cada individuo de la especie. El súper-yo es el encargado de reprimir este impulso de agresión a través de la cultura y sobre todo de la moral. De este modo, Freud entiende que toda la energía que el individuo debería dirigir hacia el exterior mediante la agresión es interiorizada, es canalizada hacia dentro del propio ser. Y todo ello le genera un enorme dolor y una gran infelicidad que es contra lo que, desde la perspectiva hedonista de Freud, trata el ser humano de luchar. La victoria de la cultura y la moral sobre los impulsos instintivos, del súper-yo sobre el ello, absolutamente necesaria para la supervivencia, sólo se consigue al precio de renunciar a la felicidad. Y en el camino, obviamente, se ha quedado también la libertad, pues la cultura es, por definición, represiva.
Con esto Freud despide definitivamente al ideal moderno de sujeto fuera de la realidad humana. Las aspiraciones modernas a la autonomía, al dominio de los hombres de sí mismos y de la naturaleza, a la emancipación por la vía de la ilustración, de la cultura, aparecen como meras ilusiones imposibles de seguir manteniéndose tras el demoledor análisis freudiano. Y si ni tan siquiera la felicidad le es dado al hombre alcanzar, cuánto menos lo será la libertad. Mas, con todo, cabe todavía preguntarse si este pesimismo al que nos aboca el pensamiento de Freud es inevitable. Porque, de entrada, no está en absoluto claro que la felicidad consista en dejarse llevar por las pasiones, por nuestro querer instintivo. Y ello aun identificando la felicidad con el mero placer corporal, pues incluso éste está íntimamente ligado a la cultura, como lo muestra, por citar un ejemplo, el hecho de que el gusto pueda ser educado y que varíe de un contexto sociocultural a otro. Además, también es harto dudoso que los simples placeres del cuerpo, que la satisfacción de nuestras apetencias inmediatas, nos proporcionen por sí solos la ansiada felicidad. Pues si el goce sensorial es sin duda condición necesaria para alcanzar el fin de la felicidad, no es condición suficiente. Antes bien, la felicidad parece necesariamente conectada con la idea de plenitud, de vida plena, de autorrealización, y tal idea, obviamente, está íntimamente ligada con la idea de libertad, pues ningún proyecto vital puede ser pleno en ausencia de libertad. Desde la perspectiva de Freud, en la que la libertad se identifica con la satisfacción del querer inmediato, ni siquiera después de mostrar los vínculos entre la felicidad y la libertad, podrían los hombres ser felices. Pero nuestro concepto de libertad dista mucho del mantenido por Freud, porque, como acertadamente ha mostrado Tugendhat, la verdadera libertad no puede consistir en dejarse llevar por nuestras inclinaciones, por nuestras apetencias espontáneas. Es necesario distinguir entre el querer inmediato, el de las inclinaciones, y el querer auténtico, el propio de la libertad, que es un querer racional, es decir, un querer que se apoya en razones, si bien no está absolutamente determinado por la razón. En efecto, para el esclarecimiento de su propia voluntad, el individuo debe llevar a cabo un proceso de deliberación a través del cual busca razones que justifiquen sus tomas de posición, sus decisiones, mas en ese proceso llega un momento, en el punto más alto de la cadena argumentativa, en que las razones se agotan, donde ya sólo se puede apelar a la voluntad. Por ello decimos que en la libertad confluyen el momento volitivo y el momento racional, ambos necesarios para poder afirmar que las decisiones del sujeto son realmente sus decisiones, pues en ausencia de la razón, las decisiones se tornan arbitrarias y, en rigor, no pertenecen al individuo que las toma porque no las puede justificar ante sí mismo, pero si fueran absolutamente racionales, tampoco tales decisiones serían stricto sensu  suyas, porque estarían predeterminadas por la razón.
Desde esta perspectiva, el hombre, lejos de estar incapacitado para ser libre, estaría más bien “condenado a la libertad”, por decirlo en palabras sartreanas, precisamente por tener que estar continuamente tomando decisiones, a falta de un patrón predeterminado que guíe su conducta. Y esta libertad inherente al ser humano es la que le proporciona al hombre su dimensión moral. Como afirmara Aranguren, el hombre es un ser constitutivamente moral y ello precisamente por estar dotado de libertad. La moral, por tanto, ya no es intrínsecamente represiva sino que aparece indefectiblemente ligada a la libertad humana. Por más que las normas y valores morales procedan siempre del exterior y hayan sido forjados en el marco de un contexto sociocultural e histórico concreto, tales normas y valores sólo tienen validez para el individuo si éste los asume como propios, para lo cual presumimos que habrá de tener buenas razones. Así las cosas, la conciencia moral es más una instancia liberadora que represora, pues se reserva para sí el papel de juez supremo en materia de moral, y le permite al individuo disentir frente a aquellas normas que, incluso viniendo social y aun jurídicamente impuestas, carezcan ante ella de legitimidad. Y es que se podrá obligar a un individuo a actuar de una u otra manera, pero lo que es imposible hacer es obligarle a considerar dicha acción como correcta si así no lo estima, pues tal consideración sólo puede llevarla a cabo cada uno en el irreductible fuero de su conciencia.  

 







[1] Cfr. A. Renaut, La era del individuo, Barcelona, Destino,  1993.
[2] K. Marx y F. Engels, La ideología alemana, Montevideo, Pueblos Unidos, 1975, p. 19.
[3] Ibíd.
[4] Ibíd., pp. 19 y s.
[5] Ibíd., p. 26.
[6] Ibíd., pp. 34 y s.
[7] Ibíd., p. 35.
[8] Ibíd., p. 37.
[9] K. Marx, El dieciocho brumario de Luis Bonaparte, Madrid, Sarpe, 1985.
[10] K. Marx, Contribución a la crítica de la economía política, Madrid, Alberto Corazón, 1976, p. 37.
[11] Ibíd., pp. 37 y s.
[12] Heidegger sostiene que a pesar del gran esfuerzo llevado a cabo por Nietzsche al objeto de romper con la filosofía occidental, éste se mantiene aún atrapado en la metafísica de la subjetividad, pues no consigue desembarazarse de la actitud propia del sujeto, a saber, la propensión a valorar, a pensar desde valores. (Cfr. M. Heidegger, Caminos de bosque, Madrid, Alianza, 1998).
[13] Cfr. F. Nietzsche, El nacimiento de la tragedia, Madrid, Alianza, 2005.
[14] F. Nietzsche, Así habló Zarathustra, Barcelona, Planeta-De Agostini, 1992, p. 26.
[15] Ibíd., p. 27.
[16] Ibíd., p. 42.
[17] Cfr. F. Nietzsche, La genealogía de la moral, Madrid, Tecnos, 2003.
[18] F. Nietzsche, Así habló Zarathustra,  p. 27.
[19] F. Nietzsche, El crepúsculo de los ídolos, Madrid, Alianza, 2002, p. 56.
[20] M. Heidegger, ob. cit., pp. 233 y s.
[21] Cfr. E. Tugendhat, Autoconciencia y autodeterminación. Una interpretación lingüístico analítica, Madrid-México, FCE, 1993, p. 48.
[22] Cfr. Juan G. Morán, “Retorno al sujeto”, en Fernando Quedada (Ed), La filosofía política en perspectiva, Barcelona, Anthropos, 1998, p. 21.