viernes, 19 de marzo de 2021

Mantener la paz social

 

H

ace ahora casi un año que el movimiento Black Lives Matter resurgió con fuerza en Estados Unidos a raíz del asesinato de George Floyd a manos de la policía. El crimen de marras desencadenó una ola de protestas no solo para denunciar la mencionada actuación policial sino para rechazar el racismo que, todavía hoy, trufa la sociedad estadounidense. El asesinato de Floyd no fue sino el detonante del estallido social contra la discriminación secular de los negros en Estados Unidos. Discriminación que también sufren, en mayor o menor medida, otras minorías étnicas. Las protestas, se recordará, no fueron pacíficas: hubo disturbios y violencia en las calles, pero, así y todo, fueron aplaudidas por las sociedades de los países democráticos. Tan solo Donald Trump, todavía presidente, y sus afines criticaron los disturbios callejeros y fueron vilipendiados por ello, pues ante la violencia descomunal que supone el racismo en general y el asesinato de Floyd en particular, la violencia callejera era, a todas luces, una cuestión menor.

            En el otoño de 2018 emergió en Francia el célebre movimiento de los chalecos amarillos. El detonante del conflicto, entonces, fue la subida del precio del combustible, pero la realidad es que los chalecos amarillos protestaban por las políticas implementadas por Emmanuel Macron que, a su juicio, habían causado la progresiva pérdida de poder adquisitivo de las clases medias y bajas francesas. La violencia captó la atención de los medios de comunicación y de la opinión pública francesa e internacional, pero no solo la practicada por los chalecos amarillos, sino también la ejercida por la policía para reprimir la protesta. En la primavera de 2019, tras el resurgir del movimiento, se abrió un debate en torno a los métodos policiales. Incluso la comisionada de la ONU para los derechos humanos, Michelle Bachelet, instó en una declaración pública a que se investigara el uso excesivo de la fuerza por parte de la policía. Un año después del inicio de las protestas, Macron declaraba que los chalecos amarillos le habían enseñado a escuchar a los ciudadanos.

            En el otoño de 2019 la violencia se adueñó de las calles de Chile. El detonante del estallido social, esta vez, fue la subida del precio del billete de metro. Un año más tarde Chile tenía una nueva Constitución. En estos días, el estallido social ha tenido lugar en España. El encarcelamiento de Pablo Hasél a cuenta de unas canciones ha sido la chispa que ha encendido las llamas de la revuelta. Se protesta en defensa de la libertad de expresión, un derecho fundamental, y la violencia ha vuelto a centrar la atención. A diferencia de lo que ha ocurrido en otros lugares, afortunadamente, aquí no ha habido muertos: el mayor daño personal se lo ha llevado una de las manifestantes, que ha perdido la visión de un ojo. Pero parece haber mayor interés en los contenedores quemados y en los escaparates rotos que en el trasfondo de la protesta. No estaría de más que recordáramos que los jóvenes de hace 10 años, los del 15-M, son la primera generación en la historia de España que vive peor que sus padres y que a los jóvenes actuales se les está robando el futuro. Y así es muy difícil, además de profundamente injusto, mantener la paz social.

sábado, 6 de marzo de 2021

Yo soy Pablo Hasél

 

E

s evidente que en España tenemos un problema con los derechos humanos y, según creo, para darse cuenta de ello, “no se requiere ninguna capacidad de aguda distinción ni cabeza de metafísico”, que diría David Hume. Basta con ver las cifras de pobreza, en la que ya se encuentra casi el 29 por ciento de la población, más del 30 por ciento en el caso de Canarias, para comprobar que nuestra democracia, tan plena, tiene un déficit importante en lo que se refiere al respeto efectivo de los derechos humanos de la segunda generación, los económicos, sociales y culturales, los denominados derechos positivos, que también figuran, con el mismo rango de importancia, en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948. Unos derechos que, siendo derechos humanos, están presentes en la Constitución, pero ni tan siquiera forman parte del capítulo dedicado a los derechos fundamentales, tal es la importancia que nuestro régimen jurídico les otorga.

            El problema de España con los derechos humanos no se agota en la falta de respeto a los derechos positivos, pues también en el ámbito de los derechos civiles y políticos España tiene problemas que resolver, como nos recuerda el Tribunal Europeo de Derechos Humanos con más frecuencia de la que cabría esperar en una democracia que pretende ser de las más avanzadas del mundo. Y es que dejando a un lado la escasa capacidad de autogobierno real de los ciudadanos, esencia de la democracia y problema común a todos los regímenes democráticos realmente existentes, resulta evidente que en España tenemos un problema con la libertad de expresión. No se trata de que este derecho fundamental no esté reconocido, ni mucho menos que se persiga sistemáticamente, como prueba la pluralidad de medios de comunicación y de opiniones diferentes publicadas a diario. Pero desde luego no está suficientemente bien protegido, como también nos recuerdan los casos de los tuiteros, raperos y titiriteros que han visto cercenado su inalienable derecho a la libertad de expresión, condenados en un Estado que se define como social y democrático de derecho y cuya función principal habría de ser, por ello mismo, garantizar los derechos fundamentales de los ciudadanos.

            Mas ocurre que el Estado, por muy social y democrático de derecho que se defina, es siempre, antes que nada, Estado, una institución violenta por definición, ya lo decía Max Weber, que en el mejor de los casos ejerce el poder a través del derecho, un sistema normativo que es siempre coactivo y heterónomo, y con el que, para expresarlo en palabras de Javier Muguerza, “solo nos es dado relacionarnos como el siervo con el señor”. Sin embargo, es obvio que no todas las formas de Estado son iguales, y que mientras más democrático sea un Estado, más respetuoso será con los derechos humanos. De ahí que, pese a todo, merezca la pena seguir luchando por democratizar más el Estado, seguir aspirando a formas cada vez más genuinas de democracia. Y ello pasa por exigir el más profundo respeto a la libertad de expresión de todos: de aquellos que piensan como nosotros, pero, sobre todo, de quienes piensan de un modo distinto, incluso de quienes defienden opiniones que nos puedan parecer repugnantes moral, estética o políticamente. Y es desde esta convicción que hoy afirmo y creo que todos deberíamos afirmar: Yo soy Pablo Hasél.