sábado, 15 de septiembre de 2012

Hollande, de la esperanza a la indignación


C
uando el pasado mes de mayo François Hollande se hizo con la presidencia de Francia, se generaron no pocas expectativas entre la progresía española con respecto a la posibilidad de que surgieran nuevas alternativas para salir del atolladero económico, lo cual serviría para que a España se le diera un respiro, se suavizaran los recortes y, en suma, el coste de la dichosa crisis se distribuyera de un modo más justo. Cuatro meses más tarde sabemos que el contrapeso del progresismo francés al conservadurismo alemán no ha servido para que Europa dé un golpe de timón que cambie el rumbo de las políticas económicas y sociales. Y el ajuste de 30.000 millones de euros que acaba de anunciar el presidente galo no hace sino dar la razón a los más escépticos, aquellos que pensaban que era un error depositar la esperanza del cambio en el que era conocido como el menos socialista de los socialistas franceses.  
            Para ser justos, hay que reconocer a Hollande la valentía de obligar a las clases más pudientes, siquiera sea por esta vez, a soportar el mayor peso del ajuste, pues dos tercios de los 30.000 millones se obtendrán de la subida de impuestos a las rentas más altas. Pero eso, no nos engañemos, no arregla el problema a la inmensa mayoría de los franceses, la clase media, que es, como en cualquier país europeo, la que verdaderamente está viendo cómo se deterioran sus condiciones de vida hasta el punto de que se corre el riesgo de su desaparición como clase. No digamos ya para las personas de las clases más desfavorecidas, a quienes les ha tocado, también en Francia, la peor parte, pues ya se sabe que la crisis se ceba con los más pobres. Entre estos últimos se encuentran los inmigrantes gitanos de origen rumano, quienes lamentablemente son los protagonistas involuntarios de la razón por la que las acciones gubernamentales de Hollande hayan pasado de generar la esperanza inicial y el desencanto posterior a provocar directamente indignación.
            Y es que al muy progresista gobierno francés no se le ha ocurrido mejor idea que proseguir con la execrable política de repatriaciones forzosas iniciada por el inefable Sarkozy en 2010, que no otra cosa es el desmantelamiento de los poblados gitanos y el traslado de sus habitantes anunciado por el ministro del Interior galo, Manuel Valls, el pasado miércoles en Bucarest. Y aunque la medida ha llevado a Amnistía Internacional a denunciar la expulsión ilegal de 15.000 gitanos rumanos residentes en Francia, cuenta, ¡ay!, con el apoyo de la mayoría de los votantes socialistas. De esta guisa el gobierno francés da la sensación de confundir la lucha contra la pobreza con la lucha contra los pobres, quienes parecen ser el enemigo de una Francia en la que cuesta reconocer los principios del republicanismo y los derechos humanos, de una Francia que otrora inspirara a los movimientos revolucionarios y emancipadores de todo el mundo y sin embargo hoy, una vez más, renuncia a los valores universales del humanismo para abrazar la barbarie.

miércoles, 12 de septiembre de 2012

¿Generación ni-ni?


S
egún el último informe de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), el 24 por ciento de los jóvenes españoles ni estudia ni trabaja, lo que los convierte en integrantes de eso que más despectiva que descriptivamente se ha dado en llamar generación ni-ni. Pertenezco a una generación que en su día fue llamada la generación X, no sé muy bien por qué, y aunque nací en el 69, supongo que eso no tiene nada que ver, pese a que no puedo asegurarlo. Lo que sí sé es que mi generación también fue tildada como la generación del pasotismo por aquellos que durante mucho tiempo, y aun hoy, presumían de haber luchado contra el franquismo y por la democracia, olvidando que Franco murió tranquilamente en su cama, a punto de cumplir 83 años y siendo jefe del Estado, al tiempo que nos acusaban a nosotros de inmovilistas y de ser incapaces de luchar por nada.
            Nosotros, a los que creo que injustamente se nos trató de pasotas, también fuimos un día la generación mejor formada de nuestra historia y por ello mismo la generación del desencanto. Y es que siendo como éramos los hijos de Mayo del 68 y de la Transición, se nos prometió un futuro mejor que el de nuestros padres, acudimos masivamente a la Universidad y al salir nos encontramos con un desolador mercado laboral que algunos hemos venido padeciendo hasta hoy. Es por ello que me niego a hablar de generación ni-ni y me indigna ver cómo personas de mi propia generación lo hacen con un cierto aire de superioridad, como si la madurez consistiera en arremeter contra la juventud.
            Entre todos esos jóvenes que ni estudian ni trabajan sin duda los habrá que son responsables de su propia situación, pero tengo para mí que la gran mayoría es sencillamente víctima de las condiciones sociohistóricas que le ha tocado vivir. Pues a pesar de que quienes disponen de un empleo acorde a su formación y por ende gozan de una cierta posición social tienden a pensar que es gracias a su esfuerzo, lo cierto es que el mayor de sus méritos consiste en haber nacido en el mundo desarrollado. Por lo demás, si tal como reza el informe de la OCDE los jóvenes que ni estudian ni trabajan son el 24 por ciento, entonces el 76 por ciento de ellos o trabaja o estudia o hace las dos cosas, con lo que a la expresión generación ni-ni le sobra precisamente la palabra generación, ya que la inmensa mayoría de tal generación no es ni-ni. Y muchos de ellos no sólo no son ni-ni sino que tienen una muy alta cualificación y, sin embargo, se encuentran sin la menor posibilidad de acceder a un empleo digno, tal como les ha ocurrido a los cientos de miles de españoles, más de 37.000 canarios, que desde que empezó la crisis se han marchado al extranjero a  buscar trabajo.

viernes, 7 de septiembre de 2012

La educación diferenciada


C
uando hace unos meses Mariano Rajoy formó gobierno tras obtener la mayoría absoluta con menos de la mitad de los votos, paradojas de la democracia representativa, no pocos fueron los que señalaron que el nuevo presidente había sabido seleccionar como ministros a los más moderados del Partido Popular, entre los cuales se encuentra el muy moderado José Ignacio Wert. Tan moderado es Wert que él solito se ha enfrascado en una disputa con el Tribunal Supremo a cuenta de la denominada educación diferenciada. Y es que en dos sentencias del Supremo, cuyos miembros deben ser unos radicales comunistoides, se señala que los colegios que practican la segregación por sexo no pueden recibir fondos públicos porque discriminan. Y ante tal exceso de rojerío, Wert, haciendo gala de su moderación, no sólo afirmó inmediatamente que los colegios que llevan a cabo la separación de marras no discriminan, sino que acaba de asegurar que así mismo quedará recogido en la nueva ley de educación que está preparando el Gobierno.
            El verbo discriminar significa, según el Diccionario de la Real Academia Española, “seleccionar excluyendo”, en una primera acepción, o “dar trato de inferioridad a una persona o colectividad por motivos raciales, religiosos, políticos, etc.”, en la segunda y última acepción recogida por el DRAE. Y si damos por buena la definición académica, entonces queda claro que la educación diferenciada discrimina, al menos si nos ceñimos a la primera acepción, pues en un colegio en el que sólo se admiten alumnos de un mismo sexo, se selecciona a éstos y se excluye a todos los demás. Otra cosa es que tal discriminación se haga porque se considere que los miembros de un sexo sean superiores a los del otro. Mas si atendemos al argumento esgrimido por los defensores de la educación diferenciada según el cual la razón última de la diferenciación es que los alumnos de sexos distintos tienen ritmos de aprendizaje distintos e incluso capacidades intelectuales diferentes, entonces no podemos sino concluir que también desde la perspectiva de la segunda acepción del verbo discriminar, la educación diferenciada es discriminatoria.
            Tal discriminación es sencillamente inaceptable, tal como ha puesto de manifiesto el Tribunal Supremo. Lo es porque una sociedad que pretende sustentarse sobre los principios de libertad e igualdad, al menos en teoría, no puede permitir que se dé un trato tan claramente discriminatorio a las personas en función de su sexo en ningún ámbito de la vida social, menos aún en la educación si se persigue que ésta contribuya realmente a la integración de los individuos y a la construcción de una sociedad más justa e igualitaria. Y si esto es así, entonces la cuestión no debería ser si los colegios que discriminan pueden ser sufragados con fondos públicos, porque sencillamente no habrían de tener cabida en un país que presume de democrático y de ser respetuoso con los derechos humanos, por más que el moderado Wert asegure que la nueva ley de educación recogerá expresamente que los colegios que practican la educación diferenciada no discriminan, que es como decir que en los colegios que sólo aceptan a niños no se impide el acceso a las niñas, o viceversa.





miércoles, 5 de septiembre de 2012

El final del verano


A
unque oficialmente el verano no acaba hasta el 20 de septiembre, para muchos de nosotros lo que verdaderamente marca el final del período estival, como cuando éramos niños, es el término de las vacaciones, la vuelta de los chiquillos al colegio y, cómo no, el inicio de la liga. Vuelve el fútbol y con él la rutina de todos los años, tan distinta a la de los meses veraniegos. El verano se va y deja, igual que siempre, un cierto halo de tristeza y desazón ante la obligación de retornar a los quehaceres habituales. Esto al menos es lo que pensaba uno antes de enterarse de que, según se afirma en un informe elaborado por la empresa de recursos humanos Randstad, este año el número de trabajadores con depresión postvacacional se ha reducido un 14 por ciento en el conjunto de España y un 31 por ciento en Canarias.
            ¿Pero qué está pasando para que la gente vuelva al curro con tanta alegría? ¿Será que por fin nos hemos europeizado y ya no vemos en el trabajo un castigo divino sino una virtud? Las respuestas a estas preguntas debemos hallarlas, como para casi cualquier fenómeno sociológico de la actualidad, en la dichosa crisis. En alguna ocasión hemos señalado que esta crisis, que como bien apunta el periodista Ernesto Ekaizer  es más bien una estafa, ha servido para inculcar aún más la ideología del capitalismo. Hasta el punto de que donde antes miles de personas se sentían indignadas ante su situación de mileuristas, ahora se congratulan de tener un empleo aunque sus condiciones laborales hayan empeorado sensiblemente. Y es que no es lo mismo volver al curro cuando uno cree tener su puesto asegurado que con la incertidumbre de si todavía tiene cómo ganarse la vida, pues en esta nueva situación, el regreso al trabajo, para quien todavía dispone de un trabajo al que regresar, se torna más en motivo de celebración que de pesadumbre.
            Sea como fuere el verano toca a su fin y, la verdad, amén de las vacaciones que, unos más y otros menos, la gente haya podido disfrutar, tampoco hay demasiadas razones para entristecernos con el retorno a la rutina. En efecto, en estos dos meses las malas noticias no han hecho sino sucederse unas a otras: desde los incendios de nuestros montes al retiro de la tarjeta sanitaria a los inmigrantes, pasando por el anuncio sin anunciar, al más puro estilo Rajoy, de un rescate que ya parece inevitable, el paro que no afloja, la caza de brujas en RTVE, la subida del IVA que supuestamente no afecta a las Islas y sin embargo hace que se encarezcan los precios… Y así las cosas y pese a que el otoño no se presente muy halagüeño, antes bien todo lo contrario, acaso lo más conveniente sea refugiarse en la rutina del trabajo diario, el que pueda, y en la liga, aunque tengamos que soportar que Cristiano Ronaldo, pobrecito, se encuentre triste.

lunes, 23 de julio de 2012

Las conquistas sociales no son irreversibles


E
ntre los sentimientos que pasan por la cabeza, en el combate, cuéntanse el miedo, primero, y luego el ardor y la locura. Calan después en el ánimo del soldado el cansancio, la resignación y la indiferencia. Mas si sobrevive, y si está hecho de la buena simiente con que germinan ciertos hombres, queda también el punto de honor del deber cumplido. Y no hablo a vuestras mercedes del deber del soldado para con Dios o con el rey, ni del esguízaro con pundonor que cobra su paga; ni siquiera de la obligación para con los amigos y camaradas. Me refiero a otra cosa que aprendí junto al capitán Alatriste: el deber de pelear cuando hay que hacerlo, al margen de la nación y la bandera; que, al cabo, en cualquier nacido no suelen ser una y otra sino puro azar. Hablo de empuñar el acero, afirmar los pies y ajustar el precio de la propia piel a cuchilladas en vez de entregarla como oveja en matadero. Hablo de conocer, y aprovechar, que raras veces la vida ofrece ocasión de perderla con dignidad y honra”.
            De esa forma tan contundente se expresa Íñigo Balboa en la tercera entrega de la serie de novelas protagonizadas por el capitán Alatriste y escritas por Arturo Pérez-Reverte. Por fortuna para la mayoría de nosotros, no vivimos en el siglo XVII y en este siglo nuestro que, como asegura Eric Hobsbawm, comenzó sus andaduras en 1989, con la caída del Muro de Berlín, las condiciones sociales de vida son infinitamente mejores que las sufridas por los hombres y mujeres del Siglo de Oro español: un siglo de oro para las letras, por el esplendor que alcanzaron los escritos de entonces, y de oro contante y sonante para la monarquía, la aristocracia, el clero y algún que otro espabilado carente de escrúpulos, pero de miseria y podredumbre para la mayor parte de los españoles, no digamos ya para los isleños y los indígenas de las colonias de América.
            Mas por mucho que el siglo XXI sea bien distinto al XVII, se me antoja que lo esencial de las reflexiones de Íñigo Balboa sigue teniendo validez en nuestro tiempo. Y es que también hoy “el honor del deber cumplido” es de la máxima importancia, pues tal honor no es otra cosa que la dignidad. Dignidad que, según dijera Kant, es lo propio de los seres humanos en tanto que seres dotados de racionalidad y, por ende, de autonomía. Dignidad que hay que saber defender cuando ésta es atacada. Y por más que en nuestro siglo ya no sea cuestión de “empuñar el acero” ni, obviamente, ningún otro tipo de armas, lo cierto es que las agresiones de los mercados y los gobiernos a la ciudadanía bien merecen una respuesta contundente, que no por pacífica ha de ser menos firme. Y es que las conquistas sociales no son en absoluto irreversibles y hay que estar dispuestos a luchar para mantenerlas, si es que no queremos retornar a un mundo sin derechos.