E
|
xisten entre nosotros bastantes personas, más de las que pudiéramos pensar a priori, que tienen cierta propensión a
creer en la teoría de la conspiración. Se trata de individuos aparentemente
normales en su mayor parte, no como Jerry Fletcher, el personaje interpretado
por Mel Gibson en la película que lleva por título, precisamente, Conspiración, que no sólo está
obsesionado con la existencia de múltiples conspiraciones que dirigen la marcha
del mundo, sino que muestra su obsesión en todo lo que hace y hasta
físicamente. Las personas que, entre nosotros, comparten esta afición no lo
demuestran de esa manera porque llevan, en general, una vida de lo más normal.
Sin embargo, cuando se sientan en las terrazas a tomar café como todo el mundo,
o charlan en los bares al calor de una copa, en lugar de mantener
conversaciones normales, se dedican a desarrollar las más absurdas teorías en
torno a conspiraciones imposibles.
Es así que durante años han
estado afirmando, sin ninguna prueba, como buenos aficionados a la teoría de la
conspiración, que el Gobierno de Estados Unidos (en realidad todos los
gobiernos que dispongan de medios, dicen) se dedica a espiarnos a todos con la
secreta e inadmisible finalidad de ejercer un cada vez más efectivo control
sobre los individuos. ¡Menudo disparate! O que los gobiernos de los países
democráticos no disponen de margen de maniobra porque actúan al dictado de los
mercados, que según dicen ahora los conspiranoicos,
no es sino un eufemismo para referirse a lo que en tiempos pasados se
denominaba el capital: entes difusos en cualquier caso que nadie sabe quiénes
son ni dónde están. ¡Como si no votáramos los ciudadanos del mundo libre a
quien nos diera la gana! Y ya en el colmo de las paranoias conspirativas, les
ha dado por decir que la crisis económica es un cuento que se han inventado los
poderosos para favorecer a los grupos sociales más privilegiados en detrimento
del resto que está siendo deliberadamente empobrecido. Una estafa, vaya.
Los adeptos a la teoría de
la conspiración, lo decíamos al principio, son más de los que creemos. Su
aparente normalidad les permite pasar desapercibidos, pero cualquiera podría
ser uno de ellos: médicos, albañiles, científicos, profesores, mecánicos,
periodistas… están en todas partes, incluso entre los parados y pensionistas. Si
hasta hay políticos que se dedican a dar pábulo a los delirios de quienes ven
señales de la conspiración universal en cualquier lado: el expresidente Zapatero,
sin ir más lejos, que ahora dice que si hizo lo que hizo fue porque estaba
preso de los poderes económicos, sin ofrecer más prueba que una simple carta
que le envió Jean-Claude Trichet en 2011, a la sazón presidente del Banco Central
Europeo. Y aunque estos conspiranoicos
son en principio inofensivos, más nos valdría vigilarlos de cerca, pues quién
sabe lo que podría ocurrir si llegaran a convencer a la ciudadanía de la
plausibilidad de sus disparatadas teorías.