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uando hace apenas un año las elecciones al Parlamento Europeo estaban a
punto de celebrarse, yo estaba decidido, una vez más, a no votar. Mi decisión
de no entregar mi voto a ningún partido, por supuesto, no estaba vinculada a
ningún tipo de desidia ni tampoco encontraba su fundamento en una supuesta
condición de apolítico que yo desde luego no recuerdo haber suscrito nunca.
Antes al contrario, mi negativa a votar, ni siquiera en blanco, como en otras
ocasiones pretendía ser un ejercicio ético y político del disenso. Respondía
más bien a mi intención de denunciar los problemas de legitimidad de nuestra
democracia, toda vez que en ella se les sustrae a los ciudadanos su legítimo
derecho a participar en la elaboración, o cuando menos en la aprobación, de las
normas que luego habrán de cumplir, con lo que la democracia deja de consistir
en el autogobierno de los ciudadanos para convertirse en una suerte de
oligarquía en la que unos pocos, por más que sean electos, deciden por todos.
Y sin embargo voté. Ejercí
el disenso votando a Podemos. Un par de semanas antes de las elecciones, lo
reconozco, ni siquiera sabía de su existencia. Había escuchado a Pablo Iglesias
en el programa de los sábados por la noche de la Sexta un par de veces, siempre
de pasada, y aunque no me gustaba su ‒a mi juicio‒ educada arrogancia,
compartía buena parte de sus planteamientos, pero no me había enterado de que
se presentara a las elecciones al frente de una nueva formación política. Tuvo
que ser una compañera del IES Carrizal, el instituto en el que me ganaba los
garbanzos como profesor sustituto de Filosofía en esos meses, la que me
informara. Le agradezco a Ana Gloria Sánchez Ruano, una de las pioneras de los
círculos en Gran Canaria, que me hablara de Podemos. Y les estoy igualmente
agradecido a los compañeros con quienes en esos días compartí tertulias
improvisadas sobre democracia en la sala de profesores. Tertulias de recreo,
cortas pero intensas.
Mis ideas acerca de la
democracia no cambiaron después de conocer a Podemos ni han cambiado a día de
hoy. Si les entregué mi voto fue porque creí que era la única fuerza política
que apostaba por una democracia participativa, deliberativa y directa, en la
que cada individuo se representara a sí mismo. Herederos en buena medida del
15-M, se habían constituido de forma asamblearia y eran un ejemplo de
democracia interna. Sólo por eso ya merecían mi voto. Y aunque sus propuestas
sociales no pasaran de ser las mínimas que cualquier socialdemócrata habría de
suscribir, su apuesta por una renta básica universal y por el reconocimiento de
los derechos económicos, sociales y culturales de los individuos como derechos
fundamentales con el mismo estatus que los civiles y políticos bien merecían el
apoyo de alguien como yo, un libertario que considera que la justicia no puede
consistir en otra cosa que en la distribución igualitaria de la riqueza y del
poder. Un año después estas líneas programáticas siguen siendo el eje de
Podemos y por eso volverán a tener mi voto. Porque es la hora del disenso.