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n alguna otra
ocasión me he referido a los economistas como una especie de ideólogos del
capitalismo disfrazados de científicos sociales que tratan de convencernos a
los legos en economía de que determinadas decisiones políticas responden a una
suerte de leyes económicas tan inevitables como las leyes de la naturaleza. Sin
embargo, existen excepciones, como la del catedrático de Política Económica de
la Universidad de Barcelona, Antón Costas Comesaña, quien, en una entrevista
publicada el pasado domingo en La
Provincia / DLP, denuncia esta tendencia del pensamiento político-económico
a justificar determinadas políticas como si, en efecto, no hubiese alternativas,
aunque dirige su crítica más contra las autoridades gubernamentales que hacia
los propios economistas: “Es muy frecuente que los gobiernos, cuando quieren
llevar adelante una política económica con fuerte contenido ideológico, abracen
esa idea de que no hay alternativa, de que la economía no da otras opciones.
Eso no es verdad. Hay que distinguir entre lo que conocemos los economistas y
lo que después se aplica en condiciones concretas con un fuerte sesgo
ideológico”, se puede leer en la entrevista de marras.
Mas por mucho que Costas Comesaña
trate de atribuir el mal del fundamentalismo económico a la clase política y
pretenda eximir a los economistas, lo cierto es que las decisiones políticas
que se pretenden inevitables suelen venir respaldadas por alguna teoría
económica de lo más solvente suscrita por alguno de los gurús de la economía
internacional. No en vano, es en el campo de la economía donde más se han
acercado las ciencias sociales a las ciencias naturales, en lo que se refiere a
la aplicación del método y a los resultados obtenidos, lo que las ha revestido
de un halo de cientificidad que los economistas suelen exhibir ante los
profesionales de otras ciencias sociales con una petulancia más propia del
glamur del cine, la música o el deporte de élite que de espacios académicos,
aunque, bien pensado, tal vez esos espacios sean precisamente los más
apropiados para el despliegue de tales mañas.
Sea como fuere, lo que parece claro
es que el estatus epistemológico de las ciencias sociales, la economía
incluida, dista mucho de acercarse al de sus envidiadas primas las ciencias
naturales, habida cuenta del grado de falibilidad de sus predicciones. Buena
muestra de ello sería la crisis económica que venimos padeciendo desde 2008, la
cual no solo no fue prevista y evitada sino que no termina de ser superada, por
más que haya sido, eso sí, sobradamente explicada a posteriori. Y qué decir de las nunca bien ponderadas predicciones
de los sesudos sociólogos y politólogos, sobre todo de aquellos que proclamaron
la cuasi imposibilidad del triunfo del Brexit
o de la victoria de Donald Trump y no paran de rasgarse las vestiduras sin
dejar de seguir haciendo pronósticos sobre cualquier asunto de la actualidad
social. Ante este panorama de confusión, quizás lo más sensato sería recordar
lo que ya nos enseñaron los primeros filósofos, a saber: que una cosa son las
leyes de la naturaleza, physis, y
otra las normas que los seres humanos nos damos a nosotros mismos, nomos. Y en este último ámbito podemos
hacer lo que queramos, pues no existen leyes económicas universales ni leyes
invariantes por las que se rija el curso de la historia.