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más de una ocasión me he referido a los problemas de legitimidad de los
sistemas democráticos contemporáneos, pues éstos no satisfacen como debieran
las exigencias morales de libertad e igualdad que es lo que les da sentido,
toda vez que el propio diseño de las democracias representativas hace que sea
imposible el autogobierno de los ciudadanos, base de la democracia, así como la
erradicación de las desigualdades sociales, requisito indispensable para la
libertad. Sin embargo, hoy quiero hacer, un tanto kantianamente, como si el sistema representativo
pudiera verdaderamente garantizar la igualdad social y conciliar los principios
de libertad jurídica, según el cual ningún individuo está obligado a cumplir
ninguna ley a la que previamente no haya dado su consentimiento, y de igualdad
jurídica, según el cual la ley ha de ser la misma para todos y ha de obligar a
todos por igual, para referirme a algunos déficits democráticos de los que
adolece la democracia española.
El primero de estos déficits en el
que me quiero detener hoy tiene que ver con la situación de las mujeres,
concretamente con la brecha salarial, de sobra acreditada por numerosos
estudios que demuestran que, en España, las mujeres cobran menos que los
hombres. Quienes pretenden justificar tamaña injusticia arguyen que ello se
debe a que las mujeres ocupan, por lo general, peores puestos que los hombres y
que por lo tanto no se trata de una discriminación sexista. Mas al margen de
que hay casos en los que a igual trabajo distinto salario, el hecho de que las
mujeres ocupen mayoritariamente empleos peor remunerados es en sí mismo
alarmante y un claro caso de discriminación por razón de sexo, es decir, un
claro caso de falta de respeto a los derechos humanos de las mujeres en este
país que presume de ser una democracia avanzada.
El segundo de estos déficits en los
que hoy me quiero detener también tiene que ver con los derechos humanos,
concretamente con los ataques a la libertad de expresión que se están
produciendo en España en los últimos tiempos. Las condenas a raperos o tuiteros,
así como al joven que puso su rostro al Cristo crucificado, suponen un ataque a
la libertad de expresión perpetrado por el propio Estado, que es precisamente
el que habría de garantizar el cumplimiento de los derechos humanos y, por
ende, el respeto escrupuloso al derecho a la libertad de expresión. Mas tan
preocupante, o más, que estos ataques a la libertad de expresión es el hecho de
que la ciudadanía no termine de asumir que se trata de un derecho fundamental
que debe respetarse siempre y no solo cuando el que lo ejerce dice o escribe
aquello con lo que uno está de acuerdo. Y es que la defensa de la libertad de
expresión ha de consistir fundamentalmente en reivindicar el derecho a
expresarse libremente de los que no piensan lo mismo que nosotros, de quienes
critican, con toda la carga de acidez que quieran, lo que pensamos nosotros, de
quienes se mofan de nuestras creencias y opiniones, contra quienes sólo cabe
esgrimir argumentos frente a la tentación de exigir la censura.