lunes, 29 de octubre de 2018

El moralista político


E
n su célebre ensayo Hacia la paz perpetua, Kant distingue entre el político moral y el moralista político. El primero hace suyos los principios de la moral y procura que sus decisiones políticas no entren en conflicto con tales principios, mientras que el segundo, el moralista político, carece de tales principios, pero procura aparentar que sus decisiones políticas, que en realidad sólo responden a sus propios intereses o, en el mejor de los casos, a los intereses del Estado, van en consonancia con unos sólidos principios morales para que, de ese modo, tales acciones gubernamentales aparezcan ante la opinión pública con un halo de legitimidad del que en el fondo carecen. El político moral, en suma, entiende que la política ha de estar moralmente fundamentada, mientras que al moralista político solo le interesa aparentar, de ahí que se forje una moral acorde con sus intereses y esté dispuesto a cambiarla cuando sea necesario para sus propósitos de hombre de Estado.
Pedro Sánchez se presentó ante la ciudadanía más como un político moral que como un moralista político. Lo hizo cuando llamó indecente a Mariano Rajoy, a la sazón presidente del Gobierno, en aquel debate televisivo en plena campaña electoral; lo hizo también cuando se enfrentó al aparato del PSOE al oponerse a la abstención que habría de permitir la investidura de Rajoy, lo que le costó el puesto al frente de los socialistas y su acta de diputado en el Congreso; lo hizo de nuevo cuando tras haberse visto traicionado por los suyos luchó para hacerse otra vez con las riendas del partido, lo que, contra todo pronóstico, consiguió; y lo volvió a hacer cuando desbancó a Mariano Rajoy de la presidencia del Gobierno mediante una moción de censura que apelaba nuevamente a la decencia, es decir, a la ética, o, en términos negativos, a la indecencia o inmoralidad que habría supuesto que siguiera gobernando el Partido Popular tras haber sido condenado por corrupción por los tribunales.
Ocurre que no es lo mismo ser un político moral en la oposición que en el Gobierno. El intento de revertir las políticas sociales por parte de Pedro Sánchez, más allá de la que se ha dado en llamar política gestual, es algo digno de reconocimiento que casa bien con esa imagen de político moral que lo llevó a ocupar La Moncloa; sin embargo, determinadas acciones de su gobierno lo han ido alejando de esa condición: la moralina con la que se ha abordado el tema de la prostitución o las decisiones en materia de inmigración, con unas vallas de la infamia que no desmerecen al tan denostado muro de Trump, ilustran bien lo que decimos. Mas acaso el ejemplo más sangrante de lo que estamos denunciando lo constituya la defensa que en estos días ha hecho el presidente de la venta de bombas a Arabia Saudí, apelando a la razón de Estado y a los principios del realismo político, a los intereses económicos y a los 6000 puestos de trabajo que, para el presidente Sánchez, están por encima de los derechos humanos, lo que sin duda lo aleja del político moral que pretendía ser y lo instala, acaso definitivamente, en el moralista político que ahora es.

domingo, 30 de septiembre de 2018

Vindicación de la libertad de expresión


L
a libertad de expresión vuelve a estar en la picota en España. La Asociación de Abogados Cristianos ha vuelto a la carga en su cruzada contra todo aquel que ose ofenderlos, ya sea la drag Sethlas en carnavales, ya sea Willy Toledo, quien por afirmar en Facebook que se caga en Dios y le sobra mierda para cagarse en la virginidad de la Virgen María, ha sido procesado por un juzgado de Madrid por un delito de ofensa a los sentimientos religiosos, algo que, incomprensiblemente, sigue formando parte del código penal, en pleno siglo XXI, de un país que presume de democrático. Personalmente, no es que me agraden los mensajes escatológicos del polémico actor, pero, desde luego, sí considero que tiene todo el derecho a publicarlos. Y es que, como tan acertadamente dijera George Orwell y en alguna otra ocasión hemos recordado, “la libertad es el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír”.
Como no teníamos bastante con el fanatismo de la Asociación de Abogados Cristianos, ahora llega el Gobierno con que es necesario regular la libertad de expresión en el marco de la Unión Europea. Así lo señaló hace unos días la vicepresidenta del Ejecutivo, Carmen Calvo, cuando inauguraba la XVI Jornada de Periodismo de la Asociación de Periodistas Europeos. La ministra no ha podido ser más inoportuna, justo ahora que el fanatismo religioso se siente arropado por los tribunales, pero, sobre todo, justo ahora que asistimos al goteo de noticias que ponen en entredicho la integridad de algunos miembros del Gobierno, léase las referidas a las animadas conversaciones de la ministra de Justicia, Dolores Delgado, con el comisario Villarejo, léase las informaciones sobre las cuentas y sociedades patrimoniales de nuestro estratosférico ministro de Ciencia, Innovación y Universidades.
Dice Carmen Calvo que el objetivo de regular la libertad de expresión no es otro que proteger a la ciudadanía de las fake news; sin embargo, cuesta creer que en el fondo no se trata de un burdo intento de censurar las noticias que comprometan a los miembros del Gobierno: no en vano, la labor de los medios de comunicación ya les ha costado el puesto a dos ministros, Maxim Huerta y Carmen Montón, y no sabemos cuántos más habrán de caer. Por lo demás, la ley ya nos protege contra las noticias falsas, como muestra la jurisprudencia, pues son conocidas las sentencias judiciales contra medios de comunicación por manipular información, como el célebre caso de TVE en los funestos años en los que Alfredo Urdaci dirigía los informativos de la cadena pública. La libertad de expresión es uno de los pilares de la democracia, sin ella, sencillamente no hay libertad, y aunque como dice la vicepresidenta, “no lo resiste todo”, aguanta bastante bien sin ser regulada, pues, como ha señalado el presidente de la Federación de Asociaciones de Periodistas de España, Nemesio Rodríguez, “cada vez que los gobiernos tratan de regular la libertad de expresión es para limitarla”, para poner límites, añadiría yo, a ese contrapoder que es el periodismo libre, tan necesario para defender la democracia de los excesos de los gobiernos y de los fanatismos de cualquier signo.

viernes, 21 de septiembre de 2018

Más moralina que moral

P
edro Sánchez ha conseguido superar la frontera de los 100 días al frente del Gobierno mal que les pese al PP y a Ciudadanos, que no han cejado en su empeño de señalar la supuesta ilegitimidad del gobierno socialista, olvidándose de que la moción de censura es un mecanismo perfectamente legal contemplado en la sacrosanta Constitución que tanto enarbolan en otras ocasiones y de que al presidente del Gobierno, en España, lo elige el Parlamento. Y a pesar de las dificultades, dos ministros dimitidos en tan breve tiempo, el gobierno del SOE ha llegado hasta aquí con cierto éxito, como muestran las encuestas que, desde que Pedro Sánchez está instalado en La Moncloa, le son cada vez más favorables. Y es que hacer campaña desde el Gobierno tiene sus ventajas electorales.
Más allá del pataleo de la derecha española, el cambio de gobierno supuso un soplo de aire fresco tras los años de ranciedad del gobierno de Rajoy. Sin embargo, una vez más, y aunque apenas hayan pasado tres meses, el SOE vuelve a defraudar, a pesar de las encuestas, al menos a quien suscribe. Si la declaración de intenciones de implementar unas políticas sociales que tuvieran como objetivo la lucha contra la desigualdad y la pobreza generaron cierta ilusión, la política de gestos, con los vaivenes que le son inherentes, resulta decepcionante. Mas lo que lleva ya a la exasperación es que lo que se presumía que eran unas sólidas convicciones morales sobre las que se sustentaba el programa de gobierno se han revelado más bien líquidas, con permiso de Bauman, y, de hecho, en el gabinete de Pedro Sánchez parece haber más moralina que moral. La liquidez de los principios morales del Gobierno ha quedado patente con el caso de las bombas que España finalmente venderá a Arabia Saudí, pese al fallido intento de la ministra de Defensa, Margarita Robles, de revocar el contrato. Seis mil puestos de trabajo bien valen unos cuantos yemeníes muertos, habrá pensado Pedro Sánchez para desautorizarla. El exceso de moralina, por otra parte, lo pudimos contemplar con el berrinche que se cogió la ministra de Trabajo, Magdalena Valerio, a cuenta de la creación del sindicato denominado Organización de Trabajadoras Sexuales (OTRAS).
            Y es que moralina y no otra cosa es lo que demostró la ministra al oponerse tan vehementemente a la legalización de OTRAS. Una moralina que llevó a la destitución, oficialmente dimisión, de la directora general de Trabajo, Concepción Pascual, que había dado el visto bueno al depósito del sindicato de marras. A juicio de Valerio, eso es tanto como legalizar la prostitución, algo que, según ella, un gobierno feminista no puede permitir. Claro que el feminismo abolicionista de Valerio no es el único feminismo posible, pues existen otros feminismos que, lejos de estigmatizar a las trabajadoras del sexo, abogan por la plena libertad, sexual y de cualquier índole, de las mujeres en tanto que individuos. Valerio y sus abolicionistas afines parecen confundir prostitución con esclavitud sexual, y se empeñan en que las putas sigan siendo putas, prostitutas en el mejor de los casos; OTRAS, en cambio, y quien suscribe, creemos que para acabar con la esclavitud sexual es necesario legalizar el trabajo sexual y reconocer a las personas que decidan vender sus servicios sexuales como trabajadoras con los mismos derechos laborales que el resto. 

viernes, 29 de junio de 2018

La (des)obediencia al derecho

H
ay leyes injustas: ¿nos contentaremos con obedecerlas o intentaremos corregirlas y las obedeceremos hasta conseguirlo? ¿O las transgrediremos desde ahora mismo?”. Ésta es la pregunta con la que Henry D. Thoreau interpela a sus conciudadanos en su célebre ensayo Desobediencia civil, de 1849. La pregunta de Thoreau es más bien retórica, pues el objetivo de su ensayo no es otro que hacer un llamamiento a la desobediencia de aquellas leyes que por ser injustas implican que el cumplimiento de las mismas convierte a los individuos en “agentes de la injusticia”. Mas por retórica que sea la pregunta de marras lo cierto es que sigue removiendo las conciencias de los ciudadanos de las sociedades democráticas del siglo XXI, pues todavía hoy nos seguimos interrogando por los límites de la obligatoriedad del derecho, como muestra un artículo publicado recientemente en estas páginas por Gerardo Pérez Sánchez, profesor de Derecho Constitucional de la ULL, titulado “Juramento y acceso al cargo público: cuestión de forma y de fondo”.
            En dicho artículo, escrito a propósito de la fórmula empleada por Quim Torra en el acto de toma de posesión como presidente de la Generalitat, Pérez Sánchez señala que, en lo que respecta a la obligación del nuevo president de acatar la Constitución, que no haya jurado o prometido lealtad a la ley suprema es lo de menos, pues “lo relevante es que, en realidad, el deber de acatar la Constitución no nace de tales juramentos o promesas”, sino que nace de la propia Constitución, que establece la obligación de todos los ciudadanos de cumplirla. El verdadero problema, concluye el profesor, es que “hace ya demasiado tiempo que nos hemos adentrado en esa perversa filosofía política que defiende con arbitrariedad las bondades de la desobediencia a las leyes que no gustan, o que no pasan el filtro del subjetivo sentido de lo justo”.
            La posición de Pérez Sánchez contradice ciertamente la defendida por Thoreau, pues a juicio del profesor, se puede intentar cambiar las leyes, pero mientras estén en vigor, han de ser obedecidas. La cuestión que se nos plantea es de dónde surge la obligación de obedecer la ley. Del planteamiento de Pérez Sánchez se desprende que la fuente de tal obligatoriedad es el derecho mismo, que es tanto como decir que hay que cumplir la ley porque la ley obliga: pura tautología. El derecho, sencillamente, no puede hallar su fundamento en el propio derecho. Así que, si nos preguntamos por las razones por las que un individuo habría de someterse a la ley, veremos que no se trataría tanto de razones jurídicas como de razones prudenciales. Mas frente a éstas se erigen las razones morales, que no obligarán nunca a obedecer, pero, en cambio, pudieran en algún caso obligar a lo contrario. Y es que, como tan acertadamente ha señalado Javier Muguerza, el individuo se halla moralmente autorizado a desobedecer cualquier ley que atente contra el dictado de su conciencia. Por lo demás, si en la modernidad, la legitimidad de las leyes halla su fundamento en la libre aceptación de las mismas por parte de los afectados, la democracia habrá de proteger antes que nada la libertad de los ciudadanos, empezando por aquella que Kant llamara libertad jurídica y no consiste en otra cosa que en la facultad del individuo para no obedecer ninguna ley a la que previamente no le haya dado su consentimiento. 

domingo, 13 de mayo de 2018

Filosofía frente a 'fake news'


L
a proliferación y difusión de noticias falsas, más conocidas como fake news, constituye uno de los grandes problemas a los que han de enfrentarse las democracias contemporáneas, pues la información que llega a los ciudadanos, verdadera o no, es la generadora de eso que ha dado en llamarse la opinión pública y que, a la postre, es determinante para el devenir de la sociedad. Aunque el fenómeno no es nuevo y va ligado al desarrollo de los medios de comunicación social en el siglo XX (baste recordar la celebérrima sentencia de Joseph Goebbels, ministro de Propaganda del Tercer Reich, según la cual “una mentira repetida mil veces se convierte en una verdad”), lo cierto es que en el siglo XXI ha alcanzado unos niveles inimaginables hace unos años gracias al desarrollo de las TIC y a la expansión de las redes sociales.
            El problema es de tal calado que tiene soliviantada a la clase política europea, pero también a los propietarios, responsables y profesionales de los medios de comunicación que, todos a una, exclaman que hay que poner coto a la difusión de noticias falsas, tal como quedó reflejado en el manifiesto publicado por la Asociación de Medios de Información con motivo del Día Internacional de la Libertad de Prensa o, más recientemente, en el foro Fake News: cómo combatir las noticias falsas, organizado por el diario El País y el Parlamento Europeo. De este foro, en el que participaron representantes políticos y de algunas de las más importantes cabeceras de Europa que se agrupan en la alianza LENA, salieron básicamente dos propuestas en las que coinciden políticos y editores: legislar a escala europea para hacer frente a las fake news y fomentar el pensamiento crítico en los ciudadanos para que éstos puedan distinguir las noticias falsas de las verdaderas.
            En lo que se refiere a la primera propuesta, ya la Comisión Europea mostró su rechazo, si bien es cierto que algunos grupos del Parlamento Europeo siguen trabajando en esa línea. A mi modo de ver, se trata de una propuesta que, sin ser descartable, hay que tomarla con mucha cautela, pues puede caer fácilmente en la censura. Por lo demás, llama la atención que los grandes medios de comunicación estén ahora a favor de este tipo de iniciativas cuando tradicionalmente se han opuesto a leyes que limiten la libertad de expresión y han apostado por los códigos deontológicos y la autorregulación: ¿se trata solo de defender la verdad o también de mantener su negocio a salvo de intrusos? Más interesante resulta entonces la segunda propuesta, la relativa a fomentar el pensamiento crítico. Una propuesta a la que la filosofía tiene mucho que aportar pues, no en vano, constituye su razón de ser. Es por ello que harían bien los gobiernos europeos, empezando por el de España, en potenciar la filosofía en lugar de denostarla, si de verdad se pretende contribuir a formar una ciudadanía crítica frente a las noticias falsas, por supuesto, pero también frente a las medias verdades y las manipulaciones que emanan de las distintas esferas del poder político, económico o mediático.