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ranscurrida una
semana de encierro forzoso, el presidente, Pedro Sánchez, anunció su intención
de prorrogar el estado de alarma 15 días más: un mes en total, de momento. Desde el pasado
14 de marzo y hasta el 11 de abril, si no hay más prórrogas, quien no cumpla
con su obligación de permanecer confinado se arriesga a ser multado, incluso a
ser sancionado con pena de cárcel. Es lo que tiene el derecho, la ley, que la
dicta el Estado y es de obligado cumplimiento para todo aquel que se halle en
el territorio donde el Estado ejerce su soberanía. Y si alguien la incumple es
asimismo sancionado por el propio Estado. Un sistema normativo bien distinto,
como se ve, a la moral, pues las normas morales, las que regulan el
comportamiento desde la perspectiva de lo que se considera que está bien en sí
mismo, es justo o es correcto no las puede dictar el Estado: solo el individuo
se las puede imponer a sí mismo y, en caso de incumplimiento, es el propio
individuo quien se sanciona con el sentimiento de vergüenza moral, es decir,
los cargos o remordimientos de conciencia.
Al Estado le resulta indiferente si
un individuo está de acuerdo o no con la ley vigente siempre que la cumpla. Si
bien es cierto que, en los Estados democráticos, la ley emana, siquiera sea
indirectamente, de la soberanía popular, así que se espera, en cualquier caso,
que la ciudadanía dé su consentimiento; consentimiento que, por otra parte,
constituye la única fuente de legitimidad posible de la ley en la modernidad.
Pero incluso tratándose de un Estado no democrático, el ejercicio del poder
necesita de cierto grado de legitimación, de cierto grado de consentimiento.
Ello explica que el Gobierno no solo imponga la cuarentena coactivamente, que
lo hace, sino que trate de persuadir a la ciudadanía de la conveniencia de
cumplirla por el bien de la salud propia y la de los demás.
Así, pues, el Gobierno apela a la
fuerza coactiva del derecho, pero también al carácter persuasivo de la moral: a
la virtud de la prudencia, tan aristotélica, quédate en casa para no
contagiarte, y al deber moral, tan kantiano, de ser solidario, quédate en casa
para no contagiar. Y así, poco a poco, va asumiendo uno la necesidad de tan
drástica medida, lo dicen los expertos, y va aceptando el estado de alarma, qué
remedio, con el Estado hemos topado, la suspensión (limitación, dicen los
juristas) temporal de derechos, y se queda en casa, porque hay que ser prudente
y solidario. Pero a ratos me asalta la duda y leo las cifras y las comparo y me
pregunto por qué se publica cada nuevo fallecimiento por coronavirus y no cada
nueva muerte por cualquier otra enfermedad, que se producen a diario, para
tener una perspectiva más amplia, más de conjunto. Y entonces, mientras dudo,
me siento mal por dudar. Pero también si no dudo, porque lo que a otros les
resulta evidente a mí me sigue pareciendo más bien una cuestión de fe, fe en
los expertos, fe en el Gobierno. Y la fe mueve montañas, o las inmoviliza, pero
no lleva a la verdad.