jueves, 14 de mayo de 2020

Entre la dignidad y la vida


E
n un relativamente antiguo manual de Ética de cuarto de ESO, una asignatura hoy tristemente desaparecida de nuestro sistema educativo, coordinado por la filósofa Adela Cortina, se afirma que los derechos humanos tienen cinco características fundamentales: son universales, inalienables, prioritarios, imprescriptibles e indivisibles. De esas cinco características quisiera ahora detenerme en la última pues, siguiendo a Cortina, durante años he venido insistiendo en la indivisibilidad como uno de los rasgos definitorios de los derechos humanos. Quiere ello decir que los 30 artículos que conforman la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, así como el Preámbulo, constituyen un bloque y que, por lo tanto, han de ser respetados todos a la vez. Es por ello que el Estado, que una vez redefinido como Estado de derecho tiene como función principal garantizar el respeto a los derechos humanos individuales, no puede aducir como pretexto para conculcar alguno de esos derechos fundamentales la protección de otros.
Sin embargo, a la luz que arroja la gestión de la pandemia, acaso convendría revisar este planteamiento, pues, en efecto, algunos de los derechos fundamentales como el derecho de reunión, manifestación o, sencillamente, el derecho a la libre movilidad, han quedado en suspenso durante varias semanas en virtud del decreto de estado de alarma. Y la razón aducida para tal suspensión, que algunos juristas consideran simple restricción pero que de facto al menos va bastante más lejos, ha sido la protección de la salud y, en última instancia, la vida de los ciudadanos. Es un hecho pues que no a todos los derechos recogidos en la Declaración Universal se les ha reconocido la misma validez, que es lo que se pretende cuando se afirma que son indivisibles, pues algunos de esos derechos, los que han quedado en suspenso, han sido supeditados a otros, cuya importancia ha sido considerada mayor por el Gobierno.
A pesar de lo expuesto, tengo para mí que el principio de indivisibilidad mantiene su validez intacta, pues lo más que cabría argüir es que los derechos humanos no son indivisibles de hecho, pero deberían serlo, pues nos va la dignidad en ello. Y es que el establecimiento de una jerarquía de los derechos humanos no solo atenta contra el principio de interdependencia e indivisibilidad de los derechos de marras sino que resulta peligroso para la dignidad del ser humano, pues la dignidad sufre siempre que se conculca uno de esos derechos fundamentales y, una vez abierta la veda, nada hay que impida que en otro momento se suspendan determinados derechos bajo el pretexto de proteger otros: hoy se supedita la libertad a la salud y la vida, quién sabe qué derecho y bajo qué pretexto podrá ser suspendido mañana. Sócrates dejó dicho, a través de la pluma de Platón, que una vida sin ser pensada no vale la pena ser vivida. Hoy, parafraseando al de Atenas, podemos decir nosotros que una vida sin libertad es una vida sin dignidad que no merece vivirse. Aunque, claro está, no todos estemos dispuestos, como hizo Sócrates, a perder la vida para salvaguardar la dignidad.

lunes, 4 de mayo de 2020

Política en vez de ciencia

D
ecía Aristóteles que el hombre tiene por naturaleza afán de saber. En efecto, el ser humano ha sentido desde siempre la necesidad de explicar el mundo que le rodea y de explicarse a sí mismo. De ahí que en todas las culturas los hombres hayan construido mitos con los que explicar la realidad: el origen del mundo, los fenómenos de la naturaleza, el propio ser humano, la existencia del bien y del mal, la vida, la muerte… Mitos con los que, en definitiva, los seres humanos hemos tratado de dar respuesta a las grandes preguntas que desde siempre nos han preocupado y, todavía hoy, nos siguen inquietando. En Occidente, ese afán por buscar la verdad dio lugar al nacimiento de la filosofía y de la ciencia en lo que se ha dado en llamar el paso del mito al logos, es decir, con el intento de responder racionalmente a esas grandes cuestiones.
            Con el tiempo, la ciencia se separaría de la filosofía y se convertiría en la forma más avanzada de conocimiento de la que disponemos, pero habría de pagar un alto precio por ello: renunciar a preguntarse por las causas últimas del ser, cuestión de índole metafísica, y reconocer que nada tiene que decir sobre el deber ser. Lo que viene a significar que la ciencia se erige como máxima autoridad para explicar los hechos, la realidad empírica, pero no puede pronunciarse sobre los valores, sobre el bien y la justicia, en una palabra, sobre la moral, asunto este que aún hoy sigue siendo un campo de investigación irreductiblemente filosófico y que constituye el objeto de estudio de la ética o filosofía moral. Todo lo cual no significa que la ciencia no tenga nada que ver con la acción pues, obviamente, presenta una clara dimensión pragmática. Simplemente ocurre que la ciencia puede señalar cuáles son los medios más adecuados para la consecución de un fin, pero nada tiene que decir sobre los fines mismos.
         Resulta claro entonces que la ciencia tiene límites. Incluso en su incesante búsqueda de la verdad, pues no puede hallar la verdad absoluta. Tampoco lo pretende, ya que semejante propósito sería más propio del dogmatismo de las religiones que del criticismo científico. La ciencia ha de conformarse con una verdad mucho más humilde, que aspira a ser objetiva pero que habrá de ser siempre revisable, como revisables han de ser los métodos empleados y los criterios de verdad asumidos. La propia historia de la ciencia muestra que la verdad no es definitiva y lo que ayer la ciencia daba por verdadero hoy puede no serlo. Sin embargo, ante la amenaza del coronavirus, le pedimos a la ciencia lo que no puede darnos, le pedimos certezas en tiempos de incertidumbre. Y exigimos a nuestros representantes que tomen decisiones amparados en la ciencia, cuando ni siquiera en la comunidad científica hay un consenso sobre cómo combatir al virus.  Y olvidamos, ¡ay!, que lo que hacen nuestros gobernantes es política en vez de ciencia.  

lunes, 20 de abril de 2020

Enemigos de la libertad


V
ivimos un tiempo en el que el acceso a la información, paradójicamente, puede resultar perjudicial para la siempre loable búsqueda de la verdad. En efecto, la saturación de información, sin necesidad de que la misma sea falsa, impide o dificulta al individuo estar bien informado, no digamos ya bien formado, por contradictorio que ello pueda parecer. De ahí que el salto de la sociedad de la información a la sociedad del conocimiento no termine de fraguar en este incierto siglo XXI en el que nos ha tocado vivir. Mas si la sobreinformación resulta dañina, pues deja al individuo en la incertidumbre, incapaz de distinguir lo verdadero de lo falso ante la imposibilidad de analizar las ingentes cantidades de datos, aún más perniciosos son los bulos, fake news, noticias falsas, postverdades o como cada uno prefiera llamarlos, toda vez que su emisión y difusión responden al interés de manipular a la opinión pública en beneficio propio.
La era de las nuevas tecnologías genera las condiciones propicias para la proliferación de las noticias falsas. Sin embargo, hay que reconocer que, en última instancia, no son las TIC las responsables de este fenómeno. Ni siquiera constituyen la condición de posibilidad del mismo, pues la manipulación de la opinión pública se diría que es tan vieja como la humanidad. Y es que el monopolio de la verdad, o de lo que se considere verdadero, ha constituido siempre una fuente de poder: desde los brujos, hechiceros y sacerdotes de distinto pelaje hasta los científicos actuales, la prerrogativa de establecer qué es verdad y qué no otorga al que la tiene el poder para decidir cómo se debe actuar, del mismo modo que la razón teórica, la que indaga acerca de la verdad, determina a esa clase de razón práctica que es la razón instrumental, la que señala qué medios se deben poner en práctica para alcanzar determinados fines.
Cómo saber cuáles hayan de ser esos fines, nuestros fines últimos, fines en sí mismos, que en definitiva es en lo que consisten nuestros valores, y si hay alguna suerte de razón práctica capaz de establecerlos, es otra cuestión. Pero si convenimos que la dignidad del ser humano es uno de esos fines y que esta se sustenta en la libertad y la igualdad, tal como, de hecho, se proclama en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, entonces todo ataque a la libertad de expresión nos debe parecer reprobable. Es por ello que el intento del Gobierno de la mano del CIS de Tezanos de legitimar la censura resulta inaceptable, pues bajo el pretexto de la lucha contra los bulos y las fake news no se puede cercenar el derecho de cada individuo a expresar libremente sus ideas sobre el tema que quiera, sea un experto o no. Y es que entre la falsedad, la calumnia o la injuria y la verdad fidedigna hay muchos grados. Por lo demás, el dogma es tan enemigo de la verdad como la mentira. Y los enemigos de la verdad lo son también de la libertad.

miércoles, 15 de abril de 2020

Renunciar a la libertad


L
a crisis sanitaria ocasionada por el coronavirus ha supuesto, siquiera sea de facto, la suspensión de unos cuantos derechos humanos de esos que la Constitución considera fundamentales. Derechos civiles tan básicos como el derecho a circular libremente o el derecho de reunión están suspendidos desde que el Gobierno decretara el estado de alarma. Incluso los derechos políticos han quedado en suspenso, entre paréntesis, toda vez que se han tenido que posponer elecciones y que ni el Congreso ni el Senado, ni ninguno de los parlamentos autonómicos, mantienen la actividad plena. Todavía nos queda, no obstante, el derecho a la libertad de expresión y el derecho a la libertad de conciencia. Y es que no hay virus ni Estado que pueda impedir al individuo pensar lo que quiera, por más que los regímenes autoritarios que en la historia ha habido, religiosos o laicos, a izquierda y derecha, se hayan empeñado en controlar el pensamiento.
            La historia de la disidencia, de Sócrates a Luther King, vendría a corroborar la incapacidad del Estado, en tanto que institución en la que se sustancia el poder político, pero también de cualesquiera poderes económicos, religiosos o de otra índole, con frecuencia vinculados al Estado, si es que no inseparables de él, para obligar al individuo a aceptar la validez de determinados principios o rechazar otros. Algunos de estos disidentes, como los mencionados, pagaron con la vida su disenso; otros se vieron obligados a abjurar públicamente de sus creencias, como hubo de hacerlo Galileo Galilei, quien, de rodillas ante la Inquisición, se retractó de sus ideas copernicanas para evitar arder en la hoguera. Una retractación que no implica, en ningún caso, que Galileo hubiera rechazado en el interior de su conciencia el heliocentrismo para abrazar el geocentrismo impuesto por la Iglesia. Y es que la tortura puede ser muy eficaz para obligar a alguien a afirmar o negar lo que se quiera, pero no para convencerlo de su verdad o justeza.
            De cara al control social, la coacción puede ser muy efectiva, pero nunca lo será tanto como la persuasión, pues qué duda cabe que si uno está convencido de la idoneidad de una norma la probabilidad de su cumplimiento se incrementa notablemente. De ahí que en los sistemas autoritarios modernos la propaganda juegue, junto a la coacción, un papel esencial. La célebre agitprop de los regímenes comunistas sería un buen ejemplo. Pero la propaganda también es un instrumento eficaz en los sistemas democráticos, como ha quedado patente a raíz de la pandemia que estamos padeciendo: ¿cómo entender si no el continuo “quédate en casa” al que nos están sometiendo? Y es que llama la atención la facilidad con la que la ciudadanía ha aceptado la suspensión de derechos fundamentales, la facilidad con la que hemos renunciado a la libertad en aras de la seguridad frente al Covid-19. La pandemia pasará y entonces veremos cómo y en qué medida recuperamos nuestros derechos. De momento, ¡ay!, parece ir calando el mensaje de que los regímenes autoritarios son más eficaces que la democracia en la lucha contra el virus.

viernes, 10 de abril de 2020

La validez de los derechos humanos


E
l 10 de abril de 2019 falleció Javier Muguerza, considerado por muchos como el filósofo español más influyente de la segunda mitad del siglo XX. Hoy, cuando se cumple un año de su fallecimiento, brindo esta reflexión sobre la validez de los derechos humanos en homenaje a la memoria de quien fuera mi maestro, que lo fue también, directa o indirectamente, de casi todos los que nos dedicamos a la filosofía en Canarias.
Los derechos humanos han sido definidos de distintos modos, de suerte que han sido calificados como derechos naturales, que es como los concibieron los ilustrados; derechos morales, como los entiende Ronald Dworkin; o derechos fundamentales, en la definición de Gregorio Peces-Barba. De las distintas propuestas resulta particularmente interesante la de Javier Muguerza, pues al concebir los derechos humanos como exigencias morales que en rigor solo son derechos una vez han sido recogidos en el ordenamiento jurídico, supera algunas de las deficiencias que presentan las dos visiones contrapuestas de los derechos humanos más extendidas: el positivismo jurídico y el iusnaturalismo.
Para los partidarios del positivismo jurídico no hay más derecho que el derecho positivo y, por lo tanto, la validez de los derechos humanos viene dada por el propio derecho. El problema de una posición como ésta radica en que si la validez de los derechos humanos depende del derecho, entonces allí donde existieran, como de hecho han existido y existen, ordenamientos jurídicos en los que no están recogidos los derechos humanos, éstos carecerían de validez. Si no hay más razón para respetar los derechos humanos que el hecho de que éstos estén recogidos en el ordenamiento jurídico, si llegado el caso se suprimieran los derechos humanos de los ordenamientos jurídicos en los que están presentes, ya no habría ninguna razón para seguir observándolos. Y ocurre que quienes estamos a favor de los derechos humanos, quien esto suscribe al menos, consideramos que los derechos humanos se deben respetar siempre, lo ordene o no el derecho, de ahí que la validez de estos derechos no pueda depender del derecho, pues entendemos que los derechos humanos son de validez universal.
Es esta cuestión, la de la validez universal de los derechos humanos, la que ha llevado a los partidarios del iusnaturalismo a sostener que los derechos humanos no son simplemente derechos positivos, en el sentido del positivismo jurídico, sino que más allá de estar recogidos en los distintos ordenamientos jurídicos lo que les otorga validez es que son derechos naturales. Mas hablar de derechos naturales presenta más problemas de los que resuelve, pues supone reconocer la existencia de una suerte de derecho natural que estaría por encima del derecho positivo, el cual sería absolutamente justo, de modo que el derecho positivo, si pretende ser un derecho justo, habría de ajustarse al derecho natural, o aproximarse a él todo lo humanamente posible. La debilidad del iusnaturalismo es clara pues no hace falta ser un positivista jurídico para preguntarse qué es eso del derecho natural, dónde se halla, qué normas contiene, quién lo promulga... El iusnaturalismo, en última instancia, no tiene más remedio que apelar a la metafísica, pues solo a entidades metafísicas como Dios o la naturaleza cabría atribuirles la existencia de un supuesto derecho natural que es en sí mismo metafísico.
En el fondo, cuando indagamos acerca de la validez de los derechos humanos lo que hacemos es preguntarnos por las razones por las que debemos respetar esos derechos, es decir, nos planteamos el problema de la fundamentación. Y ante esta cuestión, como hemos visto, ni la respuesta iusnaturalista ni la respuesta positivista resultan satisfactorias. Y es que si preguntamos al iusnaturalista por qué debemos respetar los derechos humanos, éste sólo podrá responder que debemos respetar los derechos humanos porque eso es lo que dicta el derecho natural y debemos acatar tal derecho natural. Mas ante tal respuesta, el positivista, y cualquiera que no desee incurrir en posiciones metafísicas, siempre podrá preguntar de dónde sale tal derecho natural y cómo podemos los seres humanos concretos dilucidar qué contiene, a qué obliga, quién sanciona en caso de incumplimiento, en qué consiste la sanción, a lo que el iusnaturalista no podrá responder o, como ocurre con las cuestiones metafísicas, se podrá ofrecer tantas respuestas como individuos hay. Sin embargo, tampoco el positivista jurídico saldría bien parado si le hiciéramos la misma pregunta, pues aunque en primera instancia podría responder que hay que respetar los derechos humanos porque la ley obliga a ello, porque así lo exige el derecho, siempre se le podría preguntar, que es en realidad en lo que consiste nuestra pregunta, por qué debemos obedecer el derecho, cuestión esta que el iuspositivista ya no estaría en disposición de responder.
El positivismo jurídico, pues, se revela incapaz de justificar la validez universal de los derechos humanos, pues puede dar razón de por qué tales derechos deben ser respetados siempre que éstos formen parte del ordenamiento jurídico, pero no de por qué habrían de ser incluidos en el ordenamiento jurídico o por qué determinados ordenamientos jurídicos habrían de ser preferibles. El iusnaturalismo, por su parte, sólo puede ofrecer una justificación metafísica de los derechos humanos, lo que resulta a todas luces insuficiente pues solo podría satisfacer a quienes compartieran la misma concepción metafisica del mundo. Es por ello que, tal como señalábamos más arriba, la concepción de los derechos humanos que nos propone Javier Muguerza nos resulta la más plausible, pues al considerar que los derechos humanos solo son derechos en sentido estricto una vez que han sido recogidos en el ordenamiento jurídico, evita deslizarse por la escurridiza y peligrosa pendiente de la metafísica en la que cualquier posición tiene la misma validez que su contraria. Mas al señalar que antes de estar recogidos en el ordenamiento jurídico los derechos humanos son exigencias morales, elude el error iuspositivista de considerar que es el derecho el que otorga validez a los derechos humanos y salvaguarda el carácter universal de la validez de los derechos humanos, que, en cualquier caso, ya no dependería del derecho, pues se trataría de una validez moral.