domingo, 17 de enero de 2021

El año de la solidaridad

 

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ue le den a 2020. Lo dicen hasta en la tele. Que le den a este año maldito. Por fin se acabó este funesto año que sonaba tan bien, veinte veinte. La verdad es que suena bastante mejor que veinte veintiuno, pero por más que el año que ahora comienza tenga menos musicalidad, le damos la bienvenida siquiera sea porque su nacimiento trae consigo la muerte del año de la pandemia, el año del coronavirus, el año del COVID. 2020 ha sido un mal año, qué duda cabe; nos ha dejado 50.000 muertos, en términos oficiales, por culpa de esta enfermedad que nos tiene atenazados. 50.000, digo, que fueron diagnosticados, que dieron positivo con alguna prueba, pero si contamos a todos los que murieron con síntomas compatibles, suman unos cuantos miles más. Llegan hasta 70.000 los fallecimientos de más con respecto al año anterior, lo que invita a suponer que detrás de ese exceso se halle el COVID, queramos contabilizarlos o no.

            Lo peor de 2020 ha sido ese exceso de mortalidad, pero no es el único drama. Los meses de confinamiento sirvieron para doblegar la curva, pero también dejaron secuelas, algunas irreversibles, a parte de la población. Además trajeron la tan evidente como funesta paralización de la economía y las trágicas consecuencias sociales que de ello se derivaron: los ERTE, el paro, la incertidumbre, las terribles colas del hambre… Para colmo, el confinamiento no sirvió para evitar la segunda ola que, en algunas comunidades autónomas, ha costado más vidas que la primera. Y sin embargo, dicen que un nuevo confinamiento es impensable. ¿Por qué en marzo se consideró la única forma de doblegar la curva y ahora, con más muertos, nadie quiere hablar de volver a encerrarnos en nuestras casas? ¿Será que, ahora sí, se le está dando prioridad a la economía por encima de la salud y nadie en el Gobierno (ni en la oposición) se atreve a decirlo?

La búsqueda del  equilibrio entre salud y economía es sin duda una tarea compleja, pero deberíamos tener claro que el precio por minimizar los contagios y por ende las hospitalizaciones, los ingresos en las UCI y, finalmente, las muertes, debemos pagarlo entre todos. Y es que, seamos francos, no se le puede pedir a nadie que para contribuir a luchar contra la pandemia su aportación sea tal que termine yendo a comer junto a su familia a los comedores de Cáritas o a recibir una compra en los bancos de alimentos. Y eso es lo que termina ocurriendo cuando la actividad económica se para: no se trata de contraponer economía a salud sino de comprender que si bien es cierto que sin salud no hay economía posible, tampoco sin economía es posible la salud. Y que, en cualquier caso, los sacrificios nos corresponden a todos y la factura debemos pagarla entre todos, aportando más quien más tiene. No sabemos si 2021, que ha empezado mal, será el año del fin de la pandemia, ojalá, pero al menos debiera ser el año de la solidaridad, del reparto justo de esfuerzos, sacrificios y facturas.

lunes, 11 de enero de 2021

Cuidar las palabras

 

N

adie echará de menos a 2020, pero, a buen seguro, todos lo recordaremos. Son muchos los adjetivos con los que podemos calificar al año que acaba de irse y casi ninguno lo deja bien parado, pero si he de elegir uno, me quedo con extraño: este ha sido un año extraño marcado por la irrupción de un virus aún más extraño. Un virus tan extraño que hasta nos ha sido difícil distinguir su nombre de la enfermedad que genera. Y es que cuando todos lo llamábamos Covid-19, nos dijeron que no, que Covid es el nombre de la enfermedad, que el virus, el coronavirus, se llama SARS-CoV-2. Hasta la Real Academia Española (RAE) se puso manos a la obra, con una diligencia que asombra, para poner orden y señalar la manera correcta de referirnos a esta funesta enfermedad: COVID es su nombre correcto en español o COVID-19, según la RAE, y en ambos casos es tanto masculino como femenino. Eso sí, todo con mayúsculas, nada de las irreverentes minúsculas que usábamos hasta ahora, que el COVID, o la COVID, no es una gripe cualquiera.

            Habrá quien piense que todo esto es una estupidez, que da lo mismo cómo denominemos a la enfermedad, que se trata solo de palabras, como si estas carecieran de importancia. Y ciertamente no le falta razón, pues a quien se ha infectado con la nueva peste del siglo XXI, no digamos ya si la infección ha conllevado un padecimiento grave, poco le importa cómo escribamos el nombre de la enfermedad o el del virus que se la ha provocado. Qué decir de los familiares y seres queridos de los más de 50.000 muertos oficiales que en España ha habido a causa de la COVID desde que empezó la pandemia… Pero si es importante, y los medios de comunicación nos lo recuerdan todos los días, cuál es la causa de la muerte cuando se trata de COVID (de la causa del resto de los fallecimientos que se producen cada día no nos enteramos), entonces conviene aclararnos con la terminología, pues mientras más clara y comprensible sea, mayor será también la comprensión que tengamos de lo que está aconteciendo.

            Y es que las palabras son importantes, pues en buena medida son las que nos constituyen como seres humanos. Ya lo decía Aristóteles en la Política: “Sólo el hombre, entre los animales, posee la palabra… la palabra existe para manifestar lo conveniente y lo dañino, así como lo justo y lo injusto. Y esto es lo propio de los humanos frente a los demás animales”. En efecto, el hombre es el “ser racional”, así lo define la RAE, y lo es gracias al lenguaje, a las palabras. Así lo ha mostrado Ernst Tugendhat, uno de los grandes filósofos vivos a nivel mundial, quien afirma que la racionalidad humana tiene una estructura lingüística. Ello no quiere decir que todo el pensamiento tenga que ser lingüístico, pero es el lenguaje el que nos permite deliberar, preguntarnos por las razones que justifican nuestras creencias acerca de la realidad o el comportamiento adecuado. Es el lenguaje, pues, el que nos hace humanos, de ahí la conveniencia de cuidar el lenguaje, pues al cuidar las palabras, nos cuidamos a nosotros mismos.

sábado, 2 de enero de 2021

El racismo es una realidad

E

l asesinato de George Floyd a manos de la policía en Estados Unidos desencadenó, la pasada primavera, el resurgir con fuerza del movimiento social Black Lives Matter. Entonces, multitudes de ciudadanos tomaron las calles de las principales ciudades estadounidenses para protestar contra el racismo aún vigente en la primera democracia del mundo, por paradójico que ello suene. Y es que la discriminación por razón de raza (término polémico donde los haya pues, según relata la Antropología, no hay más raza que la raza humana) sigue siendo una realidad en la cuna de los derechos humanos. En poco tiempo, la ola antirracista se extendió por el mundo y las manifestaciones proliferaron por las capitales europeas. También en España tuvieron lugar protestas en las calles de diferentes ciudades, Madrid y Barcelona principalmente. Y aunque en Canarias la ola apenas llegó, el sentimiento antirracista también caló, si bien se reflejó más en las redes sociales que en las calles.

Al movimiento Black Lives Matter solo cabría reprocharle haber tomado las calles en plena pandemia, con el riesgo para la salud de todos que ello comporta, pues el virus, qué le vamos a hacer, no entiende de indignación moral. Mas dejando esa cuestión aparte, parece claro que quienes afirmamos estar a favor de los derechos humanos, y creo que no hace falta acudir a Tezanos para asegurar que somos una gran mayoría, no podemos sino simpatizar con el movimiento Black Lives Matter. Y es que el derecho a la vida es uno de esos derechos que figuran en la Declaración Universal de 1948, donde se añade, como no puede ser de otra manera, que los sujetos de los derechos humanos son todos los seres humanos sin distinción de ningún tipo. Que en pleno siglo XXI haya que seguir insistiendo en que las vidas de las personas negras tienen el mismo valor que las del resto de las personas no es sino una muestra del fracaso, en este aspecto al menos, de las democracias contemporáneas.

En Canarias nos ufanamos con demasiada ligereza, a mi juicio, de no ser racistas, algo que me gustaría poder confirmar diariamente, pero no lo consigo. Resulta mucho más fácil no ser racista cuando la comunidad en la que se vive constituye un único grupo étnico, diferenciado, más o menos homogéneo culturalmente, cuyas diferencias internas están más referidas a los particularismos insulares que a otra cosa. Tal era, al menos, la concepción que el canario tenía de sí mismo hasta los años 80. Hoy en día, sin duda la sociedad canaria es más heterogénea, debido fundamentalmente a la inmigración y es dudoso que las comunidades de origen foráneo, incluso las hispanohablantes, se hallen plenamente integradas en la sociedad isleña, como prueba la escasez de familias mixtas en las Islas: algo de racismo habrá cuando las minorías étnicas, por lo general, constituyen comunidades más bien cerradas. Pero el colmo de esta situación, habitualmente no conflictiva, lo constituyen los episodios claramente racistas y xenófobos acaecidos en Canarias a propósito de la inmigración irregular que viene afectando a las Islas en los últimos meses. Se dirá que son casos aislados, pero basta con echar un vistazo a las redes sociales o prestar atención a las conversaciones en los bares, para darnos cuenta de que en Canarias, el racismo, para nuestra vergüenza, es una realidad. 

miércoles, 23 de diciembre de 2020

Pluralismo contra manipulación

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n la que, según creo, es la última novela de Mario Vargas Llosa, Tiempos recios, el Nobel de Literatura nos muestra cómo la United Fruit, una empresa estadounidense dedicada fundamentalmente a la importación de fruta desde América Central, conspiró a mediados del siglo XX para que tanto la opinión pública norteamericana como el propio Gobierno de Estados Unidos creyeran que en Guatemala había un gobierno procomunista, prosoviético, que era una amenaza para la democracia estadounidense. En realidad, según se relata en la novela, el profesor Arévalo, a la sazón presidente de Guatemala, no solo no era comunista, sino que era un anticomunista convencido, y todo su afán estaba orientado a la consolidación de la democracia en Guatemala y a hacer de la pequeña república centroamericana un país moderno. Pero esto era algo que contravenía los intereses de la empresa frutera, de ahí su empeño en difamar al Gobierno de Guatemala.  

            El artífice de esa gran manipulación fue el célebre publicista Edward L. Bernays, autor de una obra emblemática titulada Propaganda. Allí, como narra Vargas Llosa, puede leerse: “La consciente e inteligente manipulación de los hábitos organizados y las opiniones de las masas es un elemento importante de la sociedad democrática. Quienes manipulan este desconocido mecanismo de la sociedad constituyen un gobierno invisible que es el verdadero poder en nuestro país… La inteligente minoría necesita hacer uso continuo y sistemático de la propaganda”. Y a ello se aplica Bernays sin el más mínimo escrúpulo, manipulando a la prensa norteamericana más progresista para a través de ella manipular al Gobierno de Estados Unidos y a la opinión pública norteamericana: “Conviene que todo ocurra de manera natural, no planeada ni guiada por nadie, y menos que nadie por nosotros, interesados en el asunto. La idea de que Guatemala está a punto de pasar a manos soviéticas no debe provenir de la prensa republicana y derechista de Estados Unidos, sino más bien de la prensa progresista, la que leen y escuchan los demócratas, es decir, el centro y la izquierda. Es la que llega al mayor público. Para dar mayor verosimilitud al asunto, todo aquello debe ser obra de la prensa liberal”, le espeta el Bernays novelado por Vargas Llosa al Directorio de la United Fruit.

           Como se ve, la difusión de noticias falsas con el intento de manipular a la ciudadanía para satisfacer los intereses propios, en muchos casos ilegítimos, no es algo nuevo. Para ello, las redes sociales son una herramienta de gran utilidad, como lo son, sin duda, los medios de comunicación convencionales, prensa, radio y televisión. Y si una empresa, por más que se trate de una poderosa multinacional, es capaz de diseñar planes de manipulación tan ambiciosos, qué no serán capaces de hacer los gobiernos, sobre todo aquellos de los países más poderosos del mundo. Es por ello que, para luchar contra la difusión de noticias falsas, resulta ingenuo confiar en la buena voluntad del gobierno de turno, pues los gobiernos y los partidos políticos son algunos de los grandes difusores de fake news. Algo similar ocurre con los grandes medios de comunicación, cada uno con sus propios intereses empresariales y sus afinidades ideológicas. De ahí que la mejor arma contra la manipulación informativa sea, hoy como ayer, la defensa del pluralismo, tanto mediático como político, que no impedirá la circulación de bulos, pero puede contribuir a su neutralización y a que los individuos puedan juzgar por sí mismos. 

domingo, 20 de diciembre de 2020

Entre la censura y la desinformación

 

L

a desinformación es uno de los grandes problemas a los que las democracias contemporáneas deben hacer frente. Así lo entienden en la Unión Europea y así lo entienden también en España. De ahí que el Gobierno trate de poner freno a la ingente cantidad de bulos y fake news que corren por el universo virtual y que tienen nefastas consecuencias en el mundo real. La iniciativa del Gobierno, aun contando con el visto bueno de la UE, ha hecho que la derecha española, la política y la mediática, tan dada a tirarse de los pelos últimamente, haya puesto el grito en el cielo y haya acusado a los socialcomunistas, que es como la derecha llama a la coalición que gobierna, de querer montar algo así como el Ministerio de la Verdad, expresión tomada de 1984, la célebre obra de George Orwell.

Resulta cuando menos irónica la apelación a Orwell por parte de los nostálgicos del franquismo, pues si bien es cierto que el autor británico fue un crítico mordaz del estalinismo y de toda suerte de comunismo autoritario, también lo es que tal crítica la hizo desde la izquierda; no en vano, Orwell participó en la Guerra Civil española luchando contra el fascismo en las filas del POUM, el Partido Obrero de Unificación Marxista. Y si entre sus obras se encuentran la ya mencionada 1984 o Rebelión en la granja, de lectura obligatoria para los que sientan la más mínima añoranza del Muro de Berlín, no podemos olvidar Homenaje a Cataluña, que en los años 90 inspiraría el largometraje Tierra y libertad del también británico Ken Loach, un director de cine que es bien conocido por su izquierdismo y el compromiso social de sus películas. En ese libro, Orwell narra su experiencia en la Guerra Civil española, su lucha contra el fascismo, pero también denuncia la persecución que anarquistas y socialistas libertarios, así como trotskistas, sufrieron por parte del estalinismo hegemónico en el bando republicano.

Orwell fue un defensor a ultranza de la libertad del individuo, lo cual no es ni mucho menos incompatible con la izquierda, al menos no con la izquierda libertaria en la que él mismo militó y la única que, a mi juicio, merece la pena seguir defendiendo. En consonancia con su vindicación de la libertad está la defensa del derecho a la información y a la libertad de expresión que con tanto ahínco cultivó. Se trata, qué duda cabe, de derechos fundamentales sin los cuales no es posible la democracia. La censura es el más claro ataque a esos derechos, pero, no seamos cándidos, también la sobreinformación y, sobre todo, la infoxicación, el flujo continuo e ingente de fake news por los más diversos canales, ponen en riesgo la libertad individual. La información veraz ha de moverse entre esos dos polos, pero resultaría igualmente ingenuo pensar que el Gobierno, cualquier gobierno, nos librará de las noticias falsas sin incurrir en la censura. Y es que frente a la desinformación la mejor arma sigue siendo el argumento. Y así las cosas, qué quieren que les diga, mejor infoxicado que censurado.