viernes, 16 de abril de 2021

La Tierra no es plana

 

P

or más que los supersticiosos se empeñen en lo contrario, si un individuo ve un gato negro por la calle antes de entrar en una cafetería y posteriormente el camarero le derrama el café encima, es absurdo atribuir al inocente felino la causa del accidente. En este caso, la sucesión temporal de los dos acontecimientos sería una simple casualidad.  Y es que el hecho de que haya una relación de contigüidad temporal entre dos sucesos no significa necesariamente que el primero sea la causa del segundo. Pretender establecer una relación de causalidad entre dos hechos solo porque uno sucedió a continuación del otro supone incurrir en aquella falacia informal que técnicamente se conoce como post hoc ergo propter hoc. Una falacia en la que es fácil caer cuando a partir de los efectos intentamos encontrar las causas y solo atendemos a lo que sucedió con anterioridad, pues si ciertamente la causa ha de ser anterior al efecto, no basta con ello para que, como decimos, se pueda establecer sin más una relación de causalidad entre dos fenómenos.

            Viene esta aclaración de la falacia de marras a cuento de la polémica que rodea a la vacuna AstraZeneca. Como se sabe, son varias las personas que han sufrido episodios de trombosis, en algunos casos han conllevado la muerte, tras haber recibido la polémica vacuna de Oxford. Tras detectarse estos casos, se dejó de administrar en España hasta que se pronunciara la Agencia Europea del Medicamento (EMA). Ésta concluyó que no se podía confirmar que hubiese una relación de causa efecto entre la vacuna de la discordia y los casos de trombosis, y que, aunque tampoco se podía descartar tal relación, como los beneficios son mayores que los riesgos, debía reanudarse la administración de la vacuna. Casualmente, que no causalmente, me habían citado para vacunarme el 16 de marzo, el mismo día en que se suspendió la campaña. Al reanudarse la vacunación con AstraZeneca comencé a plantearme seriamente, siguiendo el espíritu kantiano de “sapere aude”, si lo más adecuado sería vacunarme en cuanto me volvieran a citar o si lo más prudente sería decir no a la vacuna AstraZeneca.

            El azar quiso, otra vez, que me volvieran a dar cita para vacunarme el pasado miércoles, justo el día en que la EMA debía pronunciarse de nuevo. El martes, tras enterarme de que a juicio del jefe de estrategias de vacunación de la propia EMA ya no se puede seguir sosteniendo que no haya relación de causa efecto entre la vacuna AstraZeneca y los casos de trombosis, llamé para anular la cita. La propia EMA señaló el miércoles que existe ese vínculo, aunque insistió en que los beneficios siguen siendo mayores que los riesgos y que, por lo tanto, no debe restringirse su uso. Sin duda ello es así, y me parecería razonable esta postura si no fuera porque existen otras alternativas, hay otras vacunas. No sé si me volverán a citar, pero, de momento, sin temor a incurrir en la falacia post hoc ergo propter hoc, me alegro de haber rechazado la vacuna de AstraZeneca, y les aseguro que, en general, creo en los beneficios de las vacunas, creo que la pandemia es real y estoy convencido de que la Tierra no es plana.

miércoles, 7 de abril de 2021

El retorno de AstraZeneca

E

n el célebre ensayo titulado ¿Qué es la Ilustración?, el aún más célebre filósofo Inmanuel Kant da un tirón de orejas a sus coetáneos por no tener el coraje de atreverse a pensar por sí mismos. La Ilustración, nos dice el de Königsberg, consiste precisamente en eso, en valerse de la propia razón para tomar las propias decisiones, para desenvolverse uno en la vida sin la necesidad de estar bajo la tutela de un tercero. Sin embargo, según denuncia Kant, la mayoría prefiere no tener que pensar, no tener que decidir, pues le resulta más fácil que sea otro el que tome las decisiones, que sea otro el que piense: “Es tan cómodo ser menor de edad. Basta con tener un libro que supla mi entendimiento, alguien que vele por mi alma y haga las veces de mi conciencia moral, a un médico que me prescriba la dieta, etc., para que yo no tenga que tomarme tales molestias”.

Casi dos siglos y medio después, parece que no hemos progresado demasiado en este aspecto, lo que, entre otras cosas, viene a dejar a las claras que el progreso científico no implica necesariamente el progreso moral. En rigor, ello había sido constatado tras la experiencia del siglo XX, pues la barbarie de los fascismos, de los campos de exterminio, del Gulag o de las dos guerras mundiales nunca hubieran sido posibles sin el avance de la ciencia y de la técnica. Y es que la ciencia, como toda construcción humana, no es independiente del contexto social en el que se desarrolla. De ahí que en la actualidad, en el marco de un capitalismo globalizado, la investigación aplicada haya ido cobrando cada vez más protagonismo en detrimento de la investigación básica. Y si alguna vez la ciencia tuvo su razón de ser en la búsqueda de la verdad por el valor mismo del conocimiento, hoy en día no es que la ciencia haya renunciado a la verdad, pero esta ya no parece tener un valor en sí misma sino en tanto que medio para satisfacer las necesidades humanas y, en última instancia, para generar beneficios económicos.

La ciencia es la responsable de buena parte de los problemas que asuelan a la humanidad y al medio ambiente en general, pues sin el concurso de la ciencia los problemas ecológicos derivados de la acción humana nunca habrían tenido lugar, ni el hombre habría alcanzado jamás tal capacidad para generar dolor, sufrimiento y muerte como la que tiene hoy. Empero, la misma ciencia que genera todos estos problemas es la única que puede ayudarnos a solventarlos. Y es que la ciencia, qué duda cabe, no es solo una industria al servicio de la muerte, está también, por supuesto, al servicio de la vida. De hecho, es gracias a la ciencia que los seres humanos cada vez vivimos más tiempo, con una mayor calidad de vida y con unas comodidades que, sin la ciencia moderna, no podríamos disfrutar. Mas todo ello no debe hacernos olvidar la exigencia de Kant, su exhortación a que el individuo se atreva a pensar por sí mismo, a emanciparse de cualquier suerte de tutela, civil, religiosa, política o científica. Todo lo cual me viene a la mente en estos días en los que la campaña de vacunación con AstraZeneca vuelve a estar en marcha.

                

viernes, 19 de marzo de 2021

Mantener la paz social

 

H

ace ahora casi un año que el movimiento Black Lives Matter resurgió con fuerza en Estados Unidos a raíz del asesinato de George Floyd a manos de la policía. El crimen de marras desencadenó una ola de protestas no solo para denunciar la mencionada actuación policial sino para rechazar el racismo que, todavía hoy, trufa la sociedad estadounidense. El asesinato de Floyd no fue sino el detonante del estallido social contra la discriminación secular de los negros en Estados Unidos. Discriminación que también sufren, en mayor o menor medida, otras minorías étnicas. Las protestas, se recordará, no fueron pacíficas: hubo disturbios y violencia en las calles, pero, así y todo, fueron aplaudidas por las sociedades de los países democráticos. Tan solo Donald Trump, todavía presidente, y sus afines criticaron los disturbios callejeros y fueron vilipendiados por ello, pues ante la violencia descomunal que supone el racismo en general y el asesinato de Floyd en particular, la violencia callejera era, a todas luces, una cuestión menor.

            En el otoño de 2018 emergió en Francia el célebre movimiento de los chalecos amarillos. El detonante del conflicto, entonces, fue la subida del precio del combustible, pero la realidad es que los chalecos amarillos protestaban por las políticas implementadas por Emmanuel Macron que, a su juicio, habían causado la progresiva pérdida de poder adquisitivo de las clases medias y bajas francesas. La violencia captó la atención de los medios de comunicación y de la opinión pública francesa e internacional, pero no solo la practicada por los chalecos amarillos, sino también la ejercida por la policía para reprimir la protesta. En la primavera de 2019, tras el resurgir del movimiento, se abrió un debate en torno a los métodos policiales. Incluso la comisionada de la ONU para los derechos humanos, Michelle Bachelet, instó en una declaración pública a que se investigara el uso excesivo de la fuerza por parte de la policía. Un año después del inicio de las protestas, Macron declaraba que los chalecos amarillos le habían enseñado a escuchar a los ciudadanos.

            En el otoño de 2019 la violencia se adueñó de las calles de Chile. El detonante del estallido social, esta vez, fue la subida del precio del billete de metro. Un año más tarde Chile tenía una nueva Constitución. En estos días, el estallido social ha tenido lugar en España. El encarcelamiento de Pablo Hasél a cuenta de unas canciones ha sido la chispa que ha encendido las llamas de la revuelta. Se protesta en defensa de la libertad de expresión, un derecho fundamental, y la violencia ha vuelto a centrar la atención. A diferencia de lo que ha ocurrido en otros lugares, afortunadamente, aquí no ha habido muertos: el mayor daño personal se lo ha llevado una de las manifestantes, que ha perdido la visión de un ojo. Pero parece haber mayor interés en los contenedores quemados y en los escaparates rotos que en el trasfondo de la protesta. No estaría de más que recordáramos que los jóvenes de hace 10 años, los del 15-M, son la primera generación en la historia de España que vive peor que sus padres y que a los jóvenes actuales se les está robando el futuro. Y así es muy difícil, además de profundamente injusto, mantener la paz social.

sábado, 6 de marzo de 2021

Yo soy Pablo Hasél

 

E

s evidente que en España tenemos un problema con los derechos humanos y, según creo, para darse cuenta de ello, “no se requiere ninguna capacidad de aguda distinción ni cabeza de metafísico”, que diría David Hume. Basta con ver las cifras de pobreza, en la que ya se encuentra casi el 29 por ciento de la población, más del 30 por ciento en el caso de Canarias, para comprobar que nuestra democracia, tan plena, tiene un déficit importante en lo que se refiere al respeto efectivo de los derechos humanos de la segunda generación, los económicos, sociales y culturales, los denominados derechos positivos, que también figuran, con el mismo rango de importancia, en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948. Unos derechos que, siendo derechos humanos, están presentes en la Constitución, pero ni tan siquiera forman parte del capítulo dedicado a los derechos fundamentales, tal es la importancia que nuestro régimen jurídico les otorga.

            El problema de España con los derechos humanos no se agota en la falta de respeto a los derechos positivos, pues también en el ámbito de los derechos civiles y políticos España tiene problemas que resolver, como nos recuerda el Tribunal Europeo de Derechos Humanos con más frecuencia de la que cabría esperar en una democracia que pretende ser de las más avanzadas del mundo. Y es que dejando a un lado la escasa capacidad de autogobierno real de los ciudadanos, esencia de la democracia y problema común a todos los regímenes democráticos realmente existentes, resulta evidente que en España tenemos un problema con la libertad de expresión. No se trata de que este derecho fundamental no esté reconocido, ni mucho menos que se persiga sistemáticamente, como prueba la pluralidad de medios de comunicación y de opiniones diferentes publicadas a diario. Pero desde luego no está suficientemente bien protegido, como también nos recuerdan los casos de los tuiteros, raperos y titiriteros que han visto cercenado su inalienable derecho a la libertad de expresión, condenados en un Estado que se define como social y democrático de derecho y cuya función principal habría de ser, por ello mismo, garantizar los derechos fundamentales de los ciudadanos.

            Mas ocurre que el Estado, por muy social y democrático de derecho que se defina, es siempre, antes que nada, Estado, una institución violenta por definición, ya lo decía Max Weber, que en el mejor de los casos ejerce el poder a través del derecho, un sistema normativo que es siempre coactivo y heterónomo, y con el que, para expresarlo en palabras de Javier Muguerza, “solo nos es dado relacionarnos como el siervo con el señor”. Sin embargo, es obvio que no todas las formas de Estado son iguales, y que mientras más democrático sea un Estado, más respetuoso será con los derechos humanos. De ahí que, pese a todo, merezca la pena seguir luchando por democratizar más el Estado, seguir aspirando a formas cada vez más genuinas de democracia. Y ello pasa por exigir el más profundo respeto a la libertad de expresión de todos: de aquellos que piensan como nosotros, pero, sobre todo, de quienes piensan de un modo distinto, incluso de quienes defienden opiniones que nos puedan parecer repugnantes moral, estética o políticamente. Y es desde esta convicción que hoy afirmo y creo que todos deberíamos afirmar: Yo soy Pablo Hasél.

sábado, 27 de febrero de 2021

Una democracia genuina

 

L

as declaraciones de Pablo Iglesias en torno a la normalidad democrática en España han vuelto a abrir el debate público sobre la democracia, lo cual no ocurría desde la irrupción del 15-M, hace ahora casi 10 años. Ciertamente, no está siendo éste un debate reflexivo, sosegado, como sería deseable, sino que más bien es una discusión en la que se apela más a las emociones que a las razones, como viene siendo habitual en esta era de la postverdad y de crispación política nacional. Se comprende así la ingente cantidad de reacciones que han generado las declaraciones de Iglesias, procedentes tanto desde la clase política como mediática, las cuales más que argumentos en contra de lo planteado por el vicepresidente, que también los ha habido, han consistido en la exasperada exhibición de los sentimientos patrióticos, siempre tan susceptibles de ser ofendidos. Mas a pesar de que la discusión sea más emotiva que racional, hay debate sobre la calidad de nuestra democracia, y ello es siempre una buena noticia para los demócratas.

            La valoración que cada uno haga de la democracia española dependerá de lo que considere que debe ser una democracia genuina, pues ésta constituye el ideal democrático con el que se debe comparar la democracia realmente existente para poderla valorar en su justa medida. En lo que a mí respecta, considero que la democracia es antes que nada una exigencia ética, pues deriva de la obligación moral de respetar los derechos humanos. Y es que, si convenimos en que los derechos humanos son “exigencias morales”, como afirmaba el filósofo Javier Muguerza, entonces la democracia es, como digo, una exigencia ética, pues la Declaración Universal de los Derechos Humanos (DUDH) establece que “toda persona tiene derecho a participar en el gobierno de su país” y que “la voluntad del pueblo es la base de la autoridad del poder público”. La democracia consiste pues en el autogobierno de los ciudadanos, y aunque en la propia DUDH se señala que la participación política se puede llevar a cabo directamente o a través de los representantes libremente elegidos, tengo para mí que una ciudadanía que se autogobierna no puede limitar su participación política a la elección periódica de representantes: una democracia genuina, que no plena, debe ser deliberativa, directa y participativa, y no meramente representativa.

    En tanto que autogobierno de los ciudadanos, la democracia es, en primera instancia, un procedimiento para la toma de decisiones públicas. Mas si la razón de ser de la democracia es el respeto a los derechos humanos, entonces parece claro que las decisiones democráticas no pueden ir nunca en contra de lo establecido por esos derechos, de lo que se desprende que la democracia, además de procedimental, habrá de ser también sustantiva. Procedimental, porque se deben respetar escrupulosamente, desde el punto de vista formal, los procedimientos en los procesos de toma de decisiones públicas, así como los derechos civiles que protegen la libertad de los individuos, lo que en España no siempre se cumple. Y sustantiva, porque en una democracia genuina se debe garantizar la efectiva realización de los derechos económicos, sociales y culturales, los que protegen la igualdad entre los individuos y por ende la libertad de todos y cada uno, lo cual es incompatible con los niveles de pobreza existentes en la, según algunos, plena democracia española.